Cómo llegué a secretario del PCUS
Han pasado nueve años desde aquel marzo de 1985 en que fui elegido secretario general del PCUS. Pero la perestroika era un bebé que había de nacer más de una vez. Su primer nacimiento fue entonces, y muchos se referirán siempre a esa fecha. Pero una mirada más a fondo revela que había que dar a luz una y otra vez al bebé de la reforma. Era una época de grandes desafíos, un periodo lleno de errores y retrocesos. Se necesitaron dos años más de lucha antes de que el bebé pudiera renacer: eso ocurrió en la sesión plenaria del partido en enero de 1987: el gran momento de giro en el proceso hacia la democratización. Pero para mí el verdadero día del nacimiento de la perestroika tuvo lugar más tarde, un año después, cuando conseguimos convocar la 19ª Conferencia del partido. Sólo después de ese hito me sentí seguro de que las cosas nunca volverían a ser iguales.Acabo de terminar mis memorias y he repasado mis recuerdos de los acontecimientos, una decisión tras otra. Nunca hubo nada automático, todo había que empezarlo desde cero, todo era nuevo, ¿cómo podría haber sido de otro modo? Chernenko murió a las siete y veinte de la tarde del día 10 de marzo. Pero el proceso para elegir a su sucesor había empezado mucho antes. Esa noche, la última noche antes de que me convirtiera en el secretario general del partido, permanecí trabajando en, el despacho hasta las tres de la madrugada. Cuando volví a casa, mi esposa, Raísa Maksimovna, todavía estaba despierta y esperándome. Le dije: "No podemos seguir viviendo así". Y añadí: "Si me piden que me haga cargo de la dirección del partido y del país, no podré dar marcha atrás". Me escuchó y entonces dijo que sólo yo podía tomar esa decisión. Ella, igual que yo, tenía pocas ganas de estar en el poder.
Sabía que no le debía nada a nadie. Hoy puedo decir estas cosas. Sólo estaba atado por las limitaciones de la época y de mi conciencia. Ya había tenido la experiencia de servir durante casi nueve años como secretario regional y durante siete en el Comité Central del partido, cinco de los cuales había estado en el Politburó. Sabía que existía una gran probabilidad de que me pusieran a prueba. Durante mucho tiempo había sabido que era necesario cambiarlo todo, aunque hasta entonces me había visto obligado a maniobrar dentro del sistema, a jugar de acuerdo con sus normas a fin de no descubrir mi mano. O al menos eso era así hasta cierto punto, dado que ya había hecho públicas muchas de mis opiniones en un discurso que pronuncié en la Conferencia Pansoviética de diciembre de 1984, cuando Chernenko todavía estaba vivo. Y precisamente por esta razón hubo quienes intentaron impedir la publicación de ese discurso. Por supuesto, quedó mucho por decir, todavía disimulado entre líneas. Eso era todo lo que se podía hacer entonces.
Y ahora iba a llegar el momento de la verdad. Realmente ya era el segundo momento de la verdad. El primero había sido cuando murió Yuri Andrópov. También en esa época, a finales de 1983, mucha gente había esperado que Gorbachov se convirtiera en secretario general. Más tarde descubrí que había sido idea del propio Andrópov. Su ayudante, Arkadi Volski, me lo reveló. Andrópov, que ya estaba muy enfermo y había sido hospitalizado, preparaba con él y otros su discurso para la sesión plenaria. E introdujo en el discurso la propuesta de que se diera a Gorbachov la responsabilidad de presidir las reuniones del Politburó. Pero esa propuesta nunca llegó al Comité Central. Alguien la suprimió del texto. Había gente en los estamentos superiores que pensaban que Gorbachov era demasiado joven. De hecho, era la última y desesperada defensa de su posición, el pretexto para mantener intacto el dominio feudal del KGB, del Ministerio de Asuntos Exteriores, del Ministerio de Defensa, la base de poder de Cherbitski en Ucrania y de Kunaev en Kazajstán.
No confiaban en mí, aunque debería decir que no se llevaron a cabo grandes maniobras entre bastidores. Hubo, por supuesto, otros contendientes. En esa época estaba en Moscú el primer secretario del partido, Víktor Grishin, que había empezado a hacer sus movimientos, y estaba el seguimiento del plan de juego por parte de Víktor Romanov, ex primer secretario en Leningrado y entonces miembro del Politburó. Tenían sus simpatizantes dentro del partido y yo estaba perfectamente al tanto de esto. No obstante, cuando Chernenko se puso tan enfermo que ya no pudo seguir dirigiendo el Politburó, yo fui quien tomó la responsabilidad de presidir las reuniones del Politburó y dirigir sus trabajos, a pesar de que nadie me había autorizado formalmente a hacerlo. Fue algo normal, simplemente una situación dada. Los demás no eran capaces de seguirles la pista a las muchas cosas que tiene que hacer un secretario general. Muchos de ellos ya eran bastante viejos entonces. El espacio que se había abierto tenía que ser ocupado por alguien, por algo, nuevo.
Fue la propia situación la que impuso su lógica. Con Andrópov nunca abordamos estas cuestiones directamente. Se trataban indirectamente, mediante alusiones tácitas. Yo solía ir a visitarle al hospital durante su enfermedad. Pero no era en modo alguno el único que lo hacía. Tanto Ligachov como Tijanov iban mucho más que yo. Andrópov nunca me habló de la cuestión de su sucesor. Una vez me dijo simplemente: "Sigue por el mismo camino. Tienes mucho tiempo por delante". Lo importante eran los gestos simbólicos del secretario general. Con frecuencia organizaba las cosas para que yo estuviera a su lado. Un día, en medio de una sesión plenaria, me llamó a la mesa de la presidencia y me anunció de repente: "Después del descanso, presidirás la sesión". En esa época, lo más importante en el PCUS era el orden de aparición, la persona junto a la que estabas, dónde te sentabas. Eran señales que todo el mundo sabía interpretar.
Me han preguntado a menudo si Andrópov fue el verdadero iniciador del cambio; si, de haber contado con más tiempo, hubiera sido el iniciador de la perestroika. Es difícil contestar a esas preguntas con un simple sí o no. Puedo decir que Andrópov conocía el estado de la nación mucho mejor que todos nosotros. Y se daba cuenta del hecho de que todo se iba a pudrir. Era un buen psicólogo. Sabía cómo interpretar los cambios de humor de nuestro pueblo, al que le gustan las frases breves, los eslóganes llamativos visualmente, y los procedimientos sumarios, sean democráticos o no. Pero también era un hombre austero al que le desagradaba la demagogia. Para él, la moralidad y la justicia no eran palabras vacías. Simplemente creía que era posible mantener el orden con métodos administrativos, incluso los brutales a veces.
Teníamos largas discusiones, y a veces tenía la impresión de haber hecho vacilar sus creencias cuando defendía que los problemas no se podían solucionar utilizando presiones autoritarias desde las alturas. Adopté la postura, y así se lo dije abiertamente, de que era justo lo contrario, que la sociedad necesitaba oxígeno a fin de liberar sus potencialidades. En cualquier caso, creo que le hubiera resultado difícil ir mucho más allá en el camino de la reforma. No pertenecía al KGB en cuerpo y alma, pero 15 años a la cabeza del KGB le habían cambiado y dejado huella en su personalidad. Había hecho
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