La eficacia y eficiencia del gasto público
Desde la perspectiva actual resulta curioso observar el cambio progresivo que se ha venido registrando, a lo largo de los últimos 25 años, en la percepción de la sociedad española respecto al papel del sector público en la economía. Basta con repasar los sucesivos informes anuales del Banco de España para darse perfecta cuenta de dicha transformación intelectual. Se observa, de este modo, que tanto a finales de los años sesenta como durante la mayor parte de la década siguiente, nuestro instituto emisor mantenía, en términos generales, una actitud bastante favorable o, en el peor de los casos, no beligerante en relación con el crecimiento de la actividad del sector público, como factor de expansión económica. Por citar un ejemplo bien ilustrativo, en el informe del banco correspondiente a 1971 se decía textualmente que "... tanto desde el punto de vista de la mayor estabilidad de la economía como, y sobre todo, desde el ángulo de una mayor y mejor satisfacción de las necesidades colectivas, resulta conveniente y necesario incrementar paulatina y continuadamente la participación del sector público en el PNB aún cuando esta afirmación venía se guida de una recomendación en favor del incremento de los ingresos fiscales, no es hasta el comienzo de la década de los ochenta cuando el instituto emisor manifiesta de manera clara y contundente su preocupación por la "magnitud y persistencia del déficit público" por utilizar sus pro pios términos.La oposición a la participación del sector público en la actividad económica ha ido ganando adeptos de forma paulatina, al tiempo que los argumentos utilizados en su contra han ido haciéndose más completos, profundos y sofisticados (en el sentido noble y menos noble de este último adjetivo). Esta evolución doctrinal no difiere mucho de la que se ha verificado en todos los países de la órbita del Fondo Monetario Internacional y organizaciones multilaterales similares.
En España, sin embargo, las críticas a la actividad económica del sector público destacan, en mi opinión, tanto por su práctica unanimidad y unidireccionalidad como por su especial virulencia. Estas circunstancias pueden haberse visto determinadas por la concurrencia de dos factores. El primero, el fuerte incremento que en unos pocos años registró el desequilibrio en las cuentas de las administraciones públicas, que, desde una situación excedentaria o de equilibrio a finales de los años sesenta, pasaron a registrar un déficit del 6,9% del PIB en 1985. El segundo, la propia resistencia a la baja del déficit público, que condujo a que los esfuerzos realizados para su reducción y los indudables logros conseguidos en los cuatro año! siguientes se viesen contrarrestados en la década de los noventa hasta el punto de situarse, según las últimas estimaciones, en el 7,2% del PIB en 1993.
El grado de nocividad que cada cual atribuya al gasto y déficit públicos depende de muchos elementos que comprenden desde consideraciones de teoría económica hasta planteamientos puramente políticos o filosóficos. Algo parecido sucede con las opiniones de cada uno sobre la forma en que se manifiestan y producen los efectos negativos atribuidos a la intervención pública en la economía. Pero en lo que me parece que no caben muchas discrepancias es en que existe una gran diferencia en la forma de canalizarse los, flujos monetarios al sistema productívo según exista o no déficit público y en función del tamaño del mismo.
En efecto, no cabe negar que el destino final de los recursos monetarios -y de ahí la asignación de recursos reales- difiere en cada una de dichas hipó tesis. Lo cual ritos lleva al terreno de la eficacia y deficiencia del gasto público, que en mi opinión, es un asunto tan importante como el tamaño del desequilibrio entre los ingresos y gastos de las administraciones públicas, máxime en el presente contexto de rigidez a la baja de dicho desfase.
Debe tenerse en cuenta, a este respecto, que España es un país donde la presión fiscal ha alcanzado niveles muy al tog para quienes cumplen con la Hacienda pública (probablemente, una mayoría de la población). Ello determina, a mi entender, que tan importante y urgente como rebajar dicha presión sea conseguir que los ciudadanos obtengan buenos servicios por los impuestos que pagan al Estado. Ahora bien, en España, por desgracia, esto no sucede en determinadas áreas que afectan de forma directa al bienestar ciudadano. Resulta, por ejemplo, frecuente que, a pesar del elevado coste que supone para el Estado la atención médica de la Seguridad Social, buena parte de la población española filiada a dicho sistema recurre además a los servicios médicos privados, bien de forma esporádica o bien a través de la contratación de seguros médicos de esa naturaleza. Algo similar sucede con otros servicios públicos, como la en señanza, Correos o la seguridad de las personas y sus propiedades.
Se asiste así a una privatiza ción sui géneris de los servicios públicos, con su consiguiente coste, que no se ve acompañada de una reducción del gasto público. Lo que, en definitiva, significa que este comporta miento de los contribuyentes, en algún modo obligado por el mal funcionamiento de los ser acaba de describirse, las reclamaciones salariales incorporan, de algún modo, la necesidad de cubrir a través del sector privado necesidades que no son cubiertas de forma satisfactoria por el sector público debido a deficiencias en su organización.
Uno de los medios más adecuados para detectar y corregir dichas deficiencias es la actividad fiscalizadora del Tribunal de Cuentas. Resulta, por ello, conveniente que dicho organismo vaya concediendo cada día mayor importancia, dentro de sus planes de fiscalización, a las tareas dirigidas a analizar la gestión del sector público. Ello no debería significar, en modo alguno, un abandono del control de la regularidad formal contable ni del sometimiento de la actividad pública a la legalidad, dos áreas de singular trascendencia. Por el contrario, lo que se propone es que, sin abandonar esas tareas, el supremo órgano fiscalizador potencie de manera progresiva la labor que ha venido desarrollando hasta ahora en el terreno de la auditoría de gestión.
Es muy importante, en efecto, que el Tribunal de Cuentas analice la regularidad contable y la legalidad de la actuación administrativa. Pero me parece de igual, valor, y sobre todo de un mayor impacto en el bienestar social, que dicho organismo se ocupe de verificar que la gestión pública responda a los principios de eficacia, eficiencia y economía. Estas tareas no son en modo alguno ajenas al tribunal, ya que, tanto su ley orgánica en el artículo 9, como la de funcionamiento en el 27.1, se refieren a este tipo de actuaciones. En efecto, ambas disposiciones establecen que 1a función fiscalizadora del Tribunal de Cuentas se referirá al sometimiento de la actividad económico-financiera del sector público a los principios de legalidad, eficiencia y economía". Sin olvidar tampoco el que dichas auditorías de gestión constituyen, al mismo tiempo, un mecanismo de reducción del gasto público, a través de la optimización de recursos que promueven.
Cabe concluir, por consiguiente, que la actual situación de la economía española aconseja que el Tribunal de Cuentas incremente de forma paulatina su actividad de control de la gestión administrativa. El progresivo aumento de las tareas en este campo, que no debe redundar en una menor atención al control de la regularidad formal y de legalidad, tiene perfecta cabida dentro de su normativa. En estos momentos en los que tanto se habla del Estado de bienestar, el Tribunal de Cuentas tiene, por tanto, bastante que decir y mucho que hacer.
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