El misterio de Allen
Es tan raro en estos tiempos que termine una película y se encienda la luz y uno se quede en la butaca subyugado todavía, aturdido por la vuelta brusca a la realidad, por la cualidad de sueño que antes solía encontrar en el cine, y gracias a la cual el final de una película tenía la mezcla de decepción y de dulzura de los mejores despertares. Aparecía en la pantalla la palabra Fin y mientras se deslizaban los títulos de crédito continuaba sonando la música de la terminación, y uno miraba aún, a pesar de que las luces ya estaban encendiéndose, como con la esperanza de que continuara un poco más la película, igual que el niño al que le cuentan un cuento quiere que éste dure un poco más o que se lo cuenten otra vez.A mí ahora casi se me olvida cuánto me ha gustado y me ha importado el cine, y no sólo las películas en sí, que al fin y al cabo puedo comprar en vídeo, sino la suma de decisiones y de actos que lo rodeaban, la ilusión de encontrar una película prometedora en la cartelera del periódico, la caminata o el viaje hacia el cine, la espera en el vestíbulo, la impaciencia del último minuto, sentado en la butaca, mirando la pantalla todavía en blanco, la oscuridad, el principio de la música, que siempre tenía algo de vaticinio y de promesa.
Sólo me doy cuenta de hasta qué punto me gustó el cine y de la manera inadvertida y gradual en que fui apartándome de él cuando de pronto vuelve a conmoverme igual que me conmovía entonces, cuando termina la película y se enciende una media luz amarillenta que no deshace la penumbra y yo me quedo mirando hipnotizado y aturdido la pantalla en la que ya sólo hay largas columnas de nombres, escuchando todavía la música de la película, que al envolverme mientras voy saliendo despacio de la sala parece haber desbordado a la ficción a la que pertenecía para convertirse en la banda sonora de la realidad.
Contra lo que suele pensarse, la ventaja del cine sobre las novelas no son las imágenes, sino la música: en la última película de Woody Allen, Manhattan murder mistery, la música es una presencia continua y versátil, algunas veces imponente y otras tan sigilosa y sutil que sólo el muy aficionado distingue entre las conversaciones de los personajes la melodía que esboza como por casualidad un piano. Woody Allen, que es al mismo tiempo un músico, un escritor y un director de cine, es también un artista singularmente pudoroso y su maestría está tan despojada de grandilocuencia, de mayúsculas y de retórica se desliza tan suavemente que apenas se nota, y que no suele recibir demasiada consideración intelectual: en Manhattan murder mistery uno se ríe y en ocasiones se conmueve, se sienta en el filo de la butaca, atrapado en la intriga por uno de los recursos más antiguas del cine, el peligro que acecha a los héroes sin que ellos lo sepan, escucha algunas canciones milagrosamente escogidas de Cole Porter o de George Gershwin, pero es fácil que al terminar la película salga sonriendo a la calle y se olvide de ello, o no se dé cuenta de toda la belleza y toda la sabiduría sobre los sentimientos y sobre el cine que encierra, y también sobre la presencia del cine en la vida, sobre las trampas que el cine y la imaginación se tienden entre sí.
Dice Nietzsche que algunos libros se escriben para ocultarse. Yo veía esta película en la que no hay nada que no sea transparente y a la vez un poco borroso, y en la que la risa está hecha a partes iguales de ternura y de melancolía y pensaba que Woody Allen la hizo para ocultarse en ella, para refugiarse en la ficción de los infortunios y de los horrores de la realidad, igual que uno se refugiaba hace años en el cine de las tardes lluviosas y del aburrimiento atroz de los domingos.
Manhattan murder mistery es una tersa comedia sentimental que celebra los dones difíciles de la madurez y del paso del tiempo, el calor de los amigos y la perduración del amor, su victoria frágil sobre la decepción y el miedo a la vejez: pero. mientras la escribía, la dirigía y la interpretaba, secundado por un grupo de amigos de siempre que transparentan en el cine su lealtad hacia él, Woody Allen estaba siendo sometido al escarnio público más cruel que yo he visto nunca, perseguido por los fotógrafos de los periódicos sensacionalistas más carniceros y abyectos del mundo, despreciado igualmente por los editorialistas finos del New York Times y por los charlatanes de la televisión-basura, que aunque parezca imposible es aún más basura en Estados Unidos que en España, acusado ante un juez del peor delito del que lo pueden acusar a uno en ese país, de abusar sexualmente de una niña. ¿No atestiguaba una antigua criada que lo había visto ponerle una mano en el muslo desnudo a su hija adoptiva mientras miraban la televisión en un sofá...?
En medio de aquel espanto, con la fortaleza definitiva de los débiles, Woody Allen estaba haciendo una película que fluye con la serenidad y la ligereza de las mejores canciones de Cole Porter. Mientras los abogados caníbales, los periodistas amarillos y los siniestros psicoterapeutas enredaban hasta la náusea la crueldad de una separación, en el interior de la película donde Woody Allen se había refugiado los hombres y las mujeres eran capaces de conversar civilizadamente sobre sus sentimientos y de revivir esos estados de gracia en los que la amistad y el amor son los dones diarios de la vida. El Nueva York de la realidad estaba poblado para Woody Allen de fotógrafos al acecho y de ciudadanos respetables que se volverían a su paso para mirarlo como a un monstruo: en el de la película, su personaje y el de Diane Keaton caminan charlando, seduciéndose y burlándose como en los tiempos de Anny Hall, sólo que ahora el atractivo y la elegancia de ella están cálidamente acentuados por su madurez.
Salgo del cine a uno de estos largos atardeceres otoñales de mayo, y el estado de espíritu que me ha contagiado la película persiste igual que las canciones de Porter o Gerswhin: tal vez lo que hizo Woody Allen en Manhattan murder mistery fue inventarse un futuro falso, una vida que pudo tener y que la casualidad o el error le vedaron. Hay libros que se escriben para ocultarse, y películas y canciones autobiográficas hechas con los recuerdos de lo que nunca sucedió.
Babelia
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