Nuevos alquileres
EL PRÓXIMO martes comienza en el Congreso de los Diputados el debate parlamentario sobre el proyecto de ley de arrendamientos urbanos. Es todo un acontecimiento que un proyecto sobre el que se comenzó a trabajar en 1981 -año en el que se elaboraron los primeros borradores por parte de una comisión mixta de los ministerios de Obras Públicas y Justicia- tenga visos de convertirse finalmente en ley. Lo es por lo que supone de desbloqueo de una situación anómala que perdura desde hace décadas en España, pero también por el riesgo político que asumen el Gobierno y el Parlamento si no son capaces de perfilar un marco legal lo más equilibrado posible y que responda equitativamente a los múltiples y contrapuestos intereses en juego: los económicos y los sociales, los de arrendadores y arrendatarios.Que se haya tardado años en dar luz verde a la reforma de régimen arrendaticio ha tenido, al menos, una ventaja: dar tiempo para profundizar en el debate técnico y en el consenso político, que son necesarios, sin duda, en una materia social y económicamente tan controvertida como la modificación del marco legal que regula el mercado de alquileres. Fruto de este prolongado periodo de reflexión es, sin duda, el grado de sintonía política alcanzado en la mayoría de las 447 enmiendas presentadas respecto de los objetivos básicos del proyecto de ley. Salvo Izquierda Unida, que presentó en su momento una enmienda a la totalidad del proyecto, el resto de los grupos parlamentarios (especialmente PSOE, PP, PNV y CiU) coincide en la necesidad de sacar adelante una ley que incentive el mercado de alquileres. En este sentido, es un buen síntoma que los distintos grupos parezcan dispuestos a aceptar o apoyar enmiendas ajenas que consideran mejores que las propias, como la ampliación de la duración mínima del contrato de cuatro a cinco años -como propone el PP- o la confección de un censo específico de contratos de arrendamiento que facilite su control fiscal -como quiere el PSOE.
En todo caso, el auténtico desafilo que los grupos parlamentarios tienen ante sí es encontrar fórmulas capaces de combinar la ineludible liberalización del mercado de alquileres -es incongruente mantener un islote intervencionista en una economía de mercado- con la necesidad de una cierta regulación legal respecto del uso de un bien social- como la vivienda. La existencia de una legislación insatisfactoria, en la que de hecho coexisten tipos de contratos tan contradictorios y al mismo tiempo discriminatorios como los anteriores y posteriores al decreto Boyer de 1985, ha contribuido al estrangulamiento y la distorsión del mercado de alquiler en España. De un lado, ha propiciado que sólo el 18% del parque de viviendas existente hoy día se destine al arrendamiento, cuando en el resto de los países de la Unión Europea el porcentaje se sitúa entre el 40% y el 60%. De otro, la existencia de una bolsa de 1,7 millones de alquileres antiguos prácticamente congelados (los acogidos a la ley de 1965 y anteriores) ha repercutido en el encarecimiento y en la excesiva temporalidad -un año- de los más de 200.000 establecidos a partir de 1985 al amparo del decreto Boyer.
La ley que finalmente se apruebe deberá compaginar, entre otros, objetivos tan dispares como establecer plazos de actualización de los alquileres de renta antigua soportables para arrendadores y arrendatarios, garantizar un sistema eficaz de ayudas públicas a los inquilinos con recursos escasos, bien directas, como propone el PSOE, o indirectas, como quiere el PP, y diseñar un modelo de contrato que otorgue la mayor libertad posible a las partes. De que el nuevo marco legal sea operativo depende que el mercado de alquiler en España se aproxime a los parámetros europeos y que los españoles necesitados de vivienda tengan otra forma de acceder a ella que su compra a cambio de quedar hipotecados de por vida.
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