Las señoritas maniáticas
Lo único en verdad grave y molesto de la actual exaltación del éxito ha sido la abolición del fracaso como concepto, porque, en contra de lo que a menudo claman las voces más puritanas y recelosas, no hay nada malo en la búsqueda de lo primero por procedimientos lícitos, ni me parece algo nuevo ni alarmante. En cambio, es mucho más preocupante y grosero que el fracaso haya sido borrado del mapa. Entendámonos: no es que no exista (quizá se da más y de manera más cruel que nunca), sino que nadie lo reconoce, en ambos sentidos del verbo: nadie lo ve ni lo identifica cuando le pasa rozando o le alcanza de lleno, nadie por tanto admite sus tratos con él, tenerlo por compañero ocasional o habitual de su tarea.Hace un año, en un seminario sobre la edición, oí lamentarse impúdicamente a varios editores (es lo común en el gremio, por otra parte), que achacaron la pobre marcha o el hundimiento de sus respectivos negocios a los males más variados, entre los cuales no figuraba, sin embargo, el más clásico, verosímil y aceptable, la mala suerte, quizá porque tener mala suerte es ya una forma de fracasar, y eso no resulta admisible. La culpa estuvo muy repartida, aunque la televisión zalamera fue la que cosechó más votos; pero además los lectores eran lamentables y estaban embrutecidos; los grandes grupos editoriales practicaban la asfixia; los personajes de las películas taquilleras no aparecían leyendo en ellas; los políticos no hacían nada en favor de las letras; las escuelas desdeñaban la literatura; los videojuegos eran una muy desleal competencia; los autores pedían mucho dinero por anticipado (qué osadía, en vez de esperar a que transcurra un año largo para recibir sus liquidaciones dudosas); los agentes trataban de sacar tajada (¿qué esperaban?, carezco de agente, pero para eso estarán, supongo); los libreros no arriesgaban y no sabían vender el producto; las grandes superficies, que sí venden, viciaban sin embargo el mercado, lo adulteraban. El mercado, el mercado... Ésta fue una de las palabras anatematizadas, lo de la televisión empieza a estar gastado. Lo más sorprendente es que estos editores quejosos entonaban su lamento en presencia de dos colegas independientes a quienes innegablemente sonríe el éxito y que se enfrentan con los mismos lectores, televisión, grandes grupos, políticos, escuelas, videojuegos, autores, agentes, libreros, grandes superficies y mercado. Esa presencia podía haberles hecho reflexionar que, pese a todas las dificultades, los negocios no tienen por qué irse necesariamente a pique: podía habérseles ocurrido, por tanto, que quizá algo hicieron mal en los suyos. Pues no: con el mayor desparpajo fingieron no ver a esos dos editores triunfantes y prosiguieron su jeremiada: "Cómo vamos a prosperar, si el mundo está contra nosotros".
Lo mismo ocurre en los demás campos profesionales, no digamos en los artísticos: los lectores tienen la culpa de no, leer los libros del autor ignorado, los espectadores de no ir a la película orillada, las galerías de río promocionar debidamente al pintor o no aceptarlo. Los compradores de quiosco son responsables de no comprar un periódico o revista determinados, los televidentes de no ver un programa o no adquirir los productos anunciados, los críticos son unos zotes o unos malvados (lo son a menudo, pero por suerte no se bastan para hundir ninguna obra de arte), la ciudadanía es culpable de estrellarse con sus coches en la carretera y también de ponerse enferma, los inmigrantes de vivir en chabolas que se les desploman, la población de no saber ser gobernada como el gobernante desea. Y luego, claro está, existen las conspiraciones, las persecuciones contradictorias (no sé cómo nadie sobrevive con tanto fuego cruzado), los silenciamientos deliberados. Curiosamente, quienes mas se quejan suelen ser los más jaleados. Hace poco, el novelista Torrente, entrevistado con motivo del enésimo premio de los últimos años, sentenciaba amargado: "Ha vuelto el silencio sobre mi obra". Caramba, y lo decía. Caramba, y el entrevistador asentía. Tampoco es raro ver un enorme titular a cuatro columnas en el que Juan Goytisolo lloriquea a sus anchas: "No se me hace caso", "Soy un personaje molesto", o cosas por el estilo. Y hace tan sólo unos días, el poeta Valente, cuya fatuidad no tiene límites, decía verse por fin compensado, cori unos cursos a su mayor pompa, de que durante muchos años "los oídos parecieran impermeables" a sus escritos, sin preguntarse ni por un momento si acaso durante esos años él no estuvo maltratando esos oídos. (Eso entre otras perlas: no comprendo por qué, si es tan "antipoder" como proclama, hace doce meses extendió la mano para que el Poder, disfrazado de Ministerio; le soltara los dos millones y medio del Premio Nacional de Poesía, No debió de reconocerlo).
Nadie admite ya nunca la posibilidad de haber fracasado en algo. Si volvemos los ojos a la política o a las finanzas, la negación es masiva: Jordi Pujol alaba las gestiones de Javier de la Rosa; a un ministro desastroso se lo despedirá haciendo el elogio de sus grandes logros (uno se pregunta por qué lo echan entonces); todavía oiremos que Roldán fue bueno y eficaz en lo suyo y, cuando su mandato termine, leeremos encomios del actual Ministerio de Cultura, a cuyo lado el caballo de Atila empieza a parecer Bambi. Cualquier pretexto es bueno: la coyuntura económica, la indocilidad o incomprensión de las gentes, los contubernios, las envidias, lo equivocados que están los otros. Y el mercado satánico, sobre todo el mercado. Parece que no hubiera existido nunca, que fuera un invento perverso y siempre erróneo de nuestros tiempos. Como si los lectores de antaño nunca hubieran preferido a Blasco Ibáñez sobre Valle-Inclán (sólo que Valle buscaba otra cosa, y en parte estaba conforme). Parece que los fracasados no pongan a la venta también sus productos, o que fueran a rechazar el dinero que les reportase ese mercado si un día abriera los ojos, les viera por fin la gracia y los recompensara.
Pero en realidad hoy no hay más que éxito, puesto que nunca hay conciencia de ningún fracaso, aquella cosa antigua que podía ser noble a veces y resultar interesante. Sólo se da lo primero, y qué culpa tenemos de que la gente no sea lo bastante avispada y justa para darse cuenta del nuestro. Debería comprender que todo el mundo hace lo suyo magníficamente, incluso cuando alguien es destituido por sus abusos o arruina a sus socios con su incompetencia, cuando los espectadores huyen en oleadas o los lectores tiran por la ventana un volumen que les costó buen dinero. El proceso de infantilización de nuestro tiempo está completado: todas las señoritas nos tendrán siempre manía, en todas las asignaturas y en todos los colegios del mundo.
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