Se fue Romario: hola, gracias y adiós
El delantero brasileño fue el tipo más frío e indiferente que ha conocido la plantilla del Barcelona
Llegó el último y se fue el primero sin, reparar si quiera que era viernes 13, un día de mal agüero por algunos parajes. Siempre ha sido así. Indiferente a todo cuanto le rodea. En el Vasco de Gama -en el PSV Eindhoven y en el Barça, Romario no ha dejado nunca de ser fiel a sí mismo e hizo lo que le vino en gana: en el campo, en el camerino y en la calle. Ni el calor, ni el frío, el sol, la lluvia o el mar condicionaron su actitud. Parece como si jamás se. diera cuenta de que hay alguien a su alrededor. No importa, actúa como quien entiende que el entorno depende de él. La figura insensible del brasileño: despierta la provocación; no todos pueden soportar esta forma de caminar por la vida. Frank Arnesen, jugador del PSV Eindhoven, un trozo de pan bendito, acabó tan harto de la flema e indiferencia del ariete brasileño que le tiró un listín telefónico a la cabeza, para ver si decía algo. No hubo respuesta. Romario es el tipo más frío que más calienta.Romario, enciende. Resultó desgarrador para el plantel del Barcelona ver cómo se despedía: hola, gracias y adiós. Ni siquiera aguardó a sus compañeros en el vestuario para darles la mano. Empleó el tiempo necesario para llevarse todas sus pertenencias salvo un par de botas que le regaló a Ángel Mur - no hay mejor confesionario que la camilla del masajista-. Helado se quedó el socio culé cuando vio que, en la misma Barcelona, si esperar a tomar el avión de vuelta a Río de Janeiro, se ponía la camiseta rojinegra del Flamengo ante la nutrida masa de periodistas que esperaban sus últimas declaraciones con la misma funcionalidad que en su día vistió la azulgrana.
Jamás participó del ritual barcelonista: el pa amb tomaquet, la fuente de Canaletas, la subida a Montserrat. Pedía carne y zumo de naranja para comer, llegaba tarde a la faena, salía de noche y dormía de día, escuchaba misa y hasta se pasó por la plaza de toros. Ni sus lesiones fueron de este mundo: sufrió una operación en un ojo, llegó de Río de Janeiro con una brecha en la cabeza y se mareó en un entrenamiento. Incluso llegó a jugar en Madrid estando su padre secuestrado. Y, quizá porque nació en una favela; nunca tuvo casa, aunque siempre encontró una cama.
El único hogar que conoce como futbolista no tiene pérdida y en todos los campos del mundo tiene la misma razón social e idéntica superficie: el punto de penalti; y su único amigo no tiene rostro ni sentimientos: el gol. Para entender a Romario hay que recordar sus goles: el -arrastre ante Alkorta y los tres goles al Madrid, la cola de vaca para sortear a la defensa del Dinamo de Kiev, la vaselina de El Sadar para acompañar la croqueta de Laudrup, las cosquillas a los torres gemelas del Manchester United o los remates cruzados frente al Atlético. Y así hasta 39 goles, cinco de ellos en las competiciones coperas (marcó en 18 de los 45 partidos de Liga que disputó).
No todos los celebró por igual. No es esa una cuestión baladí. La hinchada sabía que Romario sólo era feliz cuando se arrancaba como si fuera un avión y planeaba por detrás y por delante del marco en busca del cuerpo de Stoichkov. El búlgaro fue su único amigo y no su verdugo como se presumía. La pieza que se cobré Romario fue Laudrup. Cruyff prefirió el fútbol egoísta del brasileño a la solidaridad del danés. Estando Romario en la, cancha siempre se supo por dónde llegaría el gol, pero no la forma cómo lo marcaría. Siempre se aplicó la máxima de aquel empresario modelo que, al ser preguntado por el éxito de su fábrica, respondió: un buen jefe es aquel que no hace lo que pueden hacer los demás. El equipo curraba para Romario, y Romario culminaba la faena con la fantasía reservada al mejor. La virtud del brasileño fue siempre la de simplificar el trabajo, pero quedándose para sí con la parte, más interesante. No es extraño que cualquier resumen gráfico que se precie sobre los mejores goles del mejor Barcelona sume unas cuantas acciones terminales del delantero brasileño, Sus goles acostumbraban a ser también los mejores goles de la Liga.
El equipo vive de Romario, Romario vive del gol y, por tanto, si el gol abandona a Roma río, el equipo está muerto. Y Romario se quedó seco en el Barra. Dejó de atacar, los centros, se olvidó del desmarque, huyó del uno contra uno, y ya no le bastaba una baldosa para recibir, controlar y salir, sino que necesitaba una manzana. Vio que era uno más, sintió el látigo de Cruyff y el siseo de la hinchada, y decidió hacer las maletas. Indiferente como parece, necesita sentirse rey. Por eso cambió, el paseo de la Ribera por la Barra de Tijuca. Hoy pasea por Río como si fuera la reencarnación de Dios. Jamás toleró la indiferencia y el anonimato. Es el número uno como dice la gorra que luce desde que llegó a Brasil. Un detalle que no debe pasar desapercibido. El suyo, al fin y al cabo, siempre fue un juego de detalles, y el fútbol está plagado de pequeños detalles.
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