La sociedad, la enfermedad y la muerte
Al igual que muchos países, Francia se enfrenta a una: grave crisis de sus regímenes sociales.Se plantea la cuestión de saber si el país tiene la capacidad económica y financiera de mantener su sistema de jubilación,. de soportar la carga de los cuidados que comportan las enfermedades y los accidentes, de indemnizar el desempleo y de aportar a las familias una cobertura razonable de los gastos que comportan todo nacimiento y toda educación, teniendo en cuenta que, con nuestro declíve demográfico, está descartado atenuar la carga que representa el sistema familiar y que es imposible no interesarse por los que, privados de empleo, quedan privados de medios de subsistencia. Pero este sistema sociales un logro que hay que salvaguardar con intransigencia, especialmente porque caracteriza en gran medida la civilización francesa actual en sus valores, sus jerarquías y sus comportamientos individuales. El debate está abierto en todas partes, pero no avanza. Y sin embargo, el momento de las decisiones se acerca, porque el déficit de los sistemas sociales no deja de aumentar.
Se estudian todos los medios para eliminar los despilfarros y las prácticas perversas, que han proliferado en nuestro sistema, general, burocratizado, corporativo; se han adquirido costumbres, se han conquistado privilegios y construido fortalezas. Para acabar con ellas se presentan teorías enfrentadas que estarán en el centro del debate presidencial.
Algunos preconizan un mayor rigor en la gestión. Es cierto que queda mucho por hacer, pero, por regla general, nadie cree realmente que eso baste.
Otros preconizan la virtud: que los médicos cumplan con su deber y que los pacientes no abusen de sus derechos. Que se establezca un sistema de evaluación que permita -esto resulta posible- identificar a posteriori las prácticas despilfarradoras; que se sancione. Preconizan la redefinición del acto médico. Es fácil ver por qué vías nos llevaría esto. El informe del médico empezaría por la exposición del resultado de los análisis biológicos y clínicos, seguiría con el diagnóstico basado en ese resultado y terminaría con el enunciado de la prescripción. Así, un médico inspector, al conocer el acto médico en su totalidad, podría localizar el fallo. Pero ¿se da cuenta la gente del coste de una práctica médica semejante? Aceleraría la evolución actual y privilegiaría los análisis. Atenuaría la responsabilidad del profesional. Después llegaría el día en que -como ya ocurre en ocasiones- el paciente que llega a una consulta médica colectiva fuera sometido a un interrogatorio. Sus respuestas, confiadas a un ordenador, llevarían a la prescripción de determinados análisis que se realizarían en el momento. El resultado de los análisis sería confiado a un nuevo ordenador que, sin riesgo de error, establecería la prescripción correspondiente. El paciente,. hasta entonces llevado de interrogador en interrogador y . de enfermera en enfermera, sería cómodamente instalado en una sala de larga espera. Por fin, le llamarían por un altavoz y tendría acceso al médico que había venido a ver. Y este médico, con bata blanca, en un despacho señorial con flores, y con un estetoscopio alrededor del cuello, pronunciaría la prescripción con tono sentencioso, antes de pasar el informe y el cliente. a una secretaria que le presentaría una fuerte nota de honorarios. El sistema no tendría errores ni fallos, a condición, eso sí, de que se quiera: considerar que el médico se ocupa de las enfermedades y no de los enfermos, a condición de que se considere despreciable el factor psicológico.
Una tercera escuela considera el acto médico como una especie de contrato, y se invita al paciente a que lleve a los tribunales todas las insatisfacciones de las que tenga queja. Es fácil ver cómo funciona este sistema: es el que hay en Estados Unidos. Pero nadie dice si el paciente está autorizado a entrar en litigio porque le hayan cuidado mal o porque no haya sanado. Pronto aparecería la obligación de ofrecer resultados, con una promesa, final de salud o -por qué no- de inmortalidad.
Aparecen dos consecuencias, ambas graves: la proliferación de los, seguros contratados por los médicos y, al mismo tiempo, la exigencia de la firma: el pro5esional, para protegerse, y antes de intervenir, obliga al paciente a firmar una declaración que le libera de toda responsabilidad. Pronto estarán permitidos todos los errores a causa de la proliferación de los seguros y de la falta de responsabilidad del profesional de la medicina.
Hay una cuarta escuela, que está empezando a hacerse oír: los avances de la higiene y de la medicina, indudables, prolongan la vida, pero también per miten hacer sobrevivir a seres privados de libertad, de con ciencia, de movimiento, de ale gría, de esperanza. La supervivencia asistida por los médicos ocupa cada vez más espacio en él sistema hospitalario. Cada vez cuesta más, y satisface nuestros modernos temores en relación con la muerte sin añadir nada a la vida. ¿Por qué no interrumpir- bajo control, evidentemente- la administración de cuidados cuando ya no existe la esperanza de vuelta a la verdadera vida? ¿Por qué no autorizar a cada uno, cuando llega al final de un largo recorrido, cansado de la existencia y como de senamorado de sí mismo, a es coger una partida voluntaria y honorable que evite las miserias y servidumbres, a veces humillantes, de una vida artificial mente prolongada? También en este terreno imagina uno los riesgos, la tentación de las per sonas próximas, de los médicos, de los servicios hospitalarios abrumados por unas vidas que se han vuelto... inútiles. Imagina uno los problemas de conciencia y de creencias. Entre estas cuatro actitudes, la decisión no es excluyente. Pueden y deben combinarse. Pero es hora de abrir un verdadero debate sobre lo que comporta la combinación de los avances de la medicina, la extensión de su campo de ejercicio, la posible irresponsabilidad del profesional, el peso del encarnizamiento terapéutico frente a la inevitable limitación de los gastos sanitarios. La alternativa, porque se trata de una alternativa, tiene una importancia inmensa y un significado aún mayor: si no se controlan esos gastos mediante decisiones conscientes y deliberadas se dejaría degradar el progreso logrado en el curso de este siglo y se permitiría a los financieros, a los aseguradores, a los contables, guardianes del equilibrio financiero, decidir el futuro de nuestras vidas.
Se trata de un acto político importante. Se trata de un problema de civilización: en un siglo hemos adquirido la costumbre de exorcizar las dos sombras que son las dos compañeras más antiguas del ser humano: la enfermedad y la muerte. Hemos adquirido la costumbre de considerarlas como intrusas y de combatirlas con la esperanza vana de expulsarlas para siempre. Con la ayuda de la medicina y la protección social debemos cerrar un nuevo pacto con ellas.
Es una empresa difícil. La forma en que emprendamos su estudio, en que llevemos el debate, en que tomemos nuestras decisiones, y el contenido de éstas, dirán si nuestra sociedad es adulta o si es decididamente incapaz de tomar en el terreno del debate político decisiones que -en la intersección de las creencias, de la ética de las necesidades y la gestión- perfilarán el futuro.
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