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Tribuna:Ni guerra, ni paz / y 6
Tribuna
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Sueño y pesadilla

Arafat se enfrentó al dilema de negociar un mal acuerdo o prolongar los sufrimientos de la población

¿Puede hablarse de paz cuando desde la solemne Declaración de Washington del 13 de septiembre de 1993 ha habido más de doscientos palestinos muertos por Tsahal o los colonos, amén de docenas de israelíes, civiles y militares, víctimas de atentados suicidas como los de Tel Aviv y Netanya?Esta pregunta, planteada por la opinión pública de las dos partes, encuentra cada día menos israelíes y palestinos inclinados a una respuesta afirmativa. Las escenas de duelo nacional tras el atentado de Netanya y el júbilo mal disimulado de los jóvenes de Gaza, congregados frente al domicilio familiar de los hombres bomba, muestra que la brecha abierta entre los dos pueblos -el ocupante y el ocupado-, en vez de estrecharse y colmarse, se amplía. Asistimos, a causa de la prepotencia y ceguera israelí y al desamparo y debilidad de Arafat, al triunfo del cainismo: del odio sin barreras.

La actitud reservada o abiertamente hostil de los intelectuales palestinos al "proceso de paz" se ha fortalecido conforme éste se desviaba del camino iniciado en Madrid para bajar una pendiente de concesiones sin contrapartida que debían desembocar fatalmente en los acuerdos de Oslo y Siria y Líbano El Cairo. La firma de los primeros provocó una crisis interna en la propia organización de Yasir Arafat: Faruk Kadumi, "ministro" de relaciones exteriores de la OLP en Túnez, boicoteó junto a Abú Mazen -que había firmado no obstante aquellos- la reunión del consejo ejecutivo de la OLP. Paulatinamente, varios negociadores independientes como Hanan Ashraui, Haldar Abdel Chafi, etcétera, abandonaron la partida, estimando, con razón, que una paz auténtica exige un mínimo de paridad y equilibrio.

A la vez que los palestinos abrían los ojos a la magnitud del desastre -la tercera nakba o catástrofe en el último medio siglo, según palabras de una serena y digna anciana de Gaza-, los israelíes cantaban victoria: los acuerdos firmados en 1993 y 1994 son una nueva versión, con leves variantes, del famoso plan del viceprimer ministro Ygal Alon expuesto poco después de la victoria israelí en la guerra de los seis días. "Fueron ellos quienes cambiaron de postura, no nosotros, declaró Simón Peres tras la firma. No negociamos con la OLP sino con su sombra". Este júbilo inicial respondía desde luego a resultados tangibles: hasta 1990, las Naciones Unidas sostenían una solución pacífica del conflicto basada en la existencia y reconocimiento mutuo de dos Estados. En Oslo y El Cairo, el Estado palestino y el derecho a la autodeterminación de su pueblo fueron arrinconados: Israel mantiene el control o dominio del valle del Jordán, las fronteras de la ANP, los asentamientos y las carreteras que los unen, del Gran Jerusalén que la Kneset (Parlamento) proclama unilateralmente "capital eterna e indivisible del Estado judío". Como escribía Meron Benvenisti en el diario israelí Haaretz tras la reunión de El Cairo del pasado mes de mayo: "Una lectura atenta de las centenares de páginas del Acuerdo no deja ninguna duda acerca de quién es el ganador y quién el vencido. A través de toda la fraseología de circunstancias, las desinformaciones deliberadas, los centenares de secciones, sub-secciones, apéndices y protocolos, se advierte con claridad meridiana que la victoria de Israel fue absoluta y la derrota palestina aplastante". ¡En premio a la "flexibilidad" de Rabin y su "apego a una paz justa y equitativa", Estados Unidos concedió a Israel una ayuda de seis mil millones de dólares!

La pregunta que se plantean numerosos palestinos de cómo y por qué avaló el ex jefe guerrillero unos acuerdos que liquidan a precio de saldo" -en palabras de Azmi Bichara, profesor de filosofía en la universidad de Bir Zeit- 45 años de lucha es de difícil respuesta. El aislamiento internacional de la OLP después de la guerra del Golfo y la brusca desaparición de su aliado soviético no lo explican todo. Tras cinco lustros de guerras, derrotas, asedios y exilios sucesivos durante los cuales supo defender e incluso enhestar la bandera de su causa, ¿fue la, creciente distancia entre la fraseología revolucionaria oficial y las nuevas realidades creadas por el ocupante en su patria lo que le indujo a buscar la ilusoria "paz de los bravos"? El rodillo compresor de la colonización a ultranza, que reduce el espacio palestino como una piel de zapa, ¿le llevó a concluir que, si quería preservar lo que aún queda de su país, tenía que apresurarse antes de que desapareciera del todo? Lo cierto es que al sentarse a negociar sin ninguna carta en las manos se condenaba a seguir el juego de quien reunía en las suyas todos los triunfos. La vaguedad de los acuerdos firmados, que autorizaba una lectura siempre restrictiva por parte de Israel, abría las puertas de una autonomía (¿temporal?) sin poder efectivo alguno, privada (le toda ayuda y confrontada al inevitable descontento de la población. Al suscribir la lógica del adversario -seguridad de Israel tanto en el interior de sus fronteras internacionalmente reconocidas como en los territorios ocupados- sin reciprocidad alguna, ¿no advertía que legitimaba sus conquistas y admitía su dependencia en condiciones por fuerza humillantes? Muy probablemente, Arafat se enfrentó con angustia al dilema de negociar un mal acuerdo o prolongar de modo indefinido los sufrimientos de la población. Reconozcámoslo: en términos generales, éstos han disminuido relativamente desde el "proceso de paz", pero en la atmósfera de frustración ahora reinante nadie parece tomar en consideración este hecho.

Como señalan los intelectuales palestinos moderados, la casta burocrática e incompetente que por espacio de décadas ha confundido de modo paulatino la causa de la OLP con la del pueblo "hasta juzgar que su salvación era la del pueblo" (Elías Sambar) es la gran responsable de este desliz gradual desde posiciones radicales e irrealistas a un baratillo minimalista que excluye del juego a los refugiados de Jordania, Siria y, sobre todo, el Líbano, en donde el sentimiento de traición y abando, no reinante en los campos se convierte en desesperación pura. ¿Quién se acuerda hoy de las víctimas de los horrores de Tell el Zaatar, de los cadáveres de la matanza de Sabra y Chatila tan elocuentemente descrita por Jean Genet, de los horrores del cerco y, machaqueo de Beirut por la artillería y aviación de Tsahal? Amenazados de expulsión de los mujayamat heroicos y martirizados en aras de los grandiosos proyectos de reconstrucción de la capital, aferrados a sus irrisorios y patéticos kauachin (títulos de propiedad) de sus casas y tierras perdidas en 1948, los refugiados palestinos del Líbano sufren hoy del rechazo de una sociedad que no les permite integrarse en ella y no disponen de ninguna ayuda o socorro fuera de la caridad de esa UNRPR cuya subsistencia muchos ponen en duda. ¡350.000 seres humanos reducidos a la condición de detritus de una Historia compuesta de sangre y fuego, mero zumbido y furia!

La comunidad internacional se encoge de hombros: los dramas demasiado prolongados aburren.

La insistencia de Isaac Rabin en que la ANP abrogue solemnemente los artículos de la Carta Nacional que repudian la existencia de un Estado judío en tierras de Palestina, tal como se comprometió a hacerlo en Oslo el líder de la OLP, va más allá de una anacrónica garantía de seguridad: Arafat los había denunciado ya en 1988 y en las circunstancias de hoy son puro papel mojado. Como ha visto muy bien el profesor israelí Ammon Raz Krakotzkin ("Une paix sans histoi

re", Revue d'etudes palestiniennes, invierno 1995), "lo que Israel exige anular no son los textos sino la conciencia histórica que los inspiró, esto es, la memoria palestina en general. Esta exigencia equivale a una orden dada a los palestinos de que acaten el planteamiento sionista de la Historia". En otras palabras: rendición sin condiciones de la conciencia nacional y abolición de su memoria como complemento a la enseñanza de una historia de la colonización judía que ignora por completo la existencia de los palestinos y refuerza la imagen del país vacío: del lema de "una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra".Inútil decir que esta pretensión no será avalada nunca por los palestinos, en quienes el dolor, amargura y humillaciones sufridos, han fortalecido, muy al contrario, la percepción nítida de su identidad y de la injusticia de la que son víctimas.

Es en el momento. de su victoria -militar, política y económica- cuando Israel corre el riesgo de fracasar. Al mantener los asentamientos de Gaza y Cisjordania, torpedear la ANP de Arafat, aplazar el calendario electoral fijado y prolongar así la presencia militar de Tsahal en las ciudades palestinas, etcétera, Isaac Rabin manifiesta una sorprendente falta de clarividencia y valor político. El tiempo no juega necesariamente a su favor ni la demografía tampoco: la conversión de decenas de millares de palestinos en militantes de Hamás y su disposición a multiplicar los atentados suicidas no podrán ser combatidas con cercas electrificadas ni una separación imposible a causa de la capilaridad y mescolanza creadas por la ininterrumpida colonización de Cisjordania.

En vez de tender la mano al adversario, reconociendo a los palestinos su derecho a la autodeterminación y a unas condiciones de vida decentes, la obstinación en no ceder ni una pulgada de lo arrancado a la fuerza no hace sino envenenar un conflicto que con mayor magnanimidad y visión del futuro podría aún ser resuelto. La carencia total de comprensión y respeto a la dignidad de los palestinos augura una permanente discordia que perpetuará a su vez "la Intifada por otros medios", más duros y sangrientos.

¿Están condenados palestinos e israelíes a destruirse física y moralmente durante años y decenios? Verdaderos acuerdos de paz y convivencia, como los alcanzados por Mandela y De Klerk en Suráfrica, muestran que las luchas más enconadas pueden resolverse con generosidad, perdón y perspectiva histórica.

Hace años, en mi Diario palestino de 1988, citaba la frase de un intelectual de Jerusalén Este sobre el doble sueño de los descendientes de Isaac y de Ismael: la desaparición o inexistencia del otro. Pero el problema, concluía, "tanto nuestro como de ellos, estriba en saber si estamos dispuestos a aceptar algo menos que nuestro sueño ".

Después del diálogo de Oslo, los israelíes abrigaban la esperanza de haber cumplido su sueño a costa de la pesadilla de los palestinos. Dicha esperanza se revela ya totalmente ilusoria. Sólo el reconocimiento de la identidad de los palestinos y su derecho a un Estado independiente y democrático podrá poner punto final algún día a la tragedia de Oriente Próximo.

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