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Los movimientos de lo inmóvil

Sólo hay un pie de página, y probablemente se gastaría un libro en aproximarse, para decir algo de un misterio del estilo de Ignacio Aldecoa que alcanzó el máximo grado de existencia en sus relatos cortos.En su antología de 15 cuentos -seleccionados por él mismo y de ahí la coherencia y representatividad de este conjunto de obras maestras- que editó Alianza en 1968, seis desarrollan diversos enfoques formales; siete (La despedida, El corazón y otros frutos amargos, El kilómetro 400, Los hombres del amanecer, Seguir de pobres, El autobús de las 7.40 y Santa Olaja de acero) son relatos itinerantes, y uno ( Young Sánchez), la acumulación de energía que requiere llegar al umbral del desencadenamiento de un itinerario, de un desplazamiento físico que genera a su vez una traslación o una mutación mental o anímica.

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Más de la mitad, por tanto, de este espigueo del escritor en su obra corta adopta modelos de alta pureza (muchos deudores de su pasión por la narrativa corta norteamericana) de literatura itinerante. Y lo más singular de estas miniaturas que dan cuenta de la movilidad humana está en su condición paradójica, pues logran representar con precisión inigualada en la narrativa española contemporánea -habría que desandar siglos y recorrer los caminos de la tradición picaresca, para encontrar tan exactos trazados de itinerarios humanos- la España inmóvil: la de ahora mismo. De ahí su permanencia.

Hay misterio en cómo Aldecoa logra unir contrarios con tanta concisión y elegancia, conquista perceptible en toda su narrativa corta. Se entresacan pistas de ese misterio de estilo en relatos programáticos, como Santa Olaja, donde se hace simultánea la vertiginosa aceleración de una traslación en tren (basta una palabra, "a ambos lados de la vía se extendían los campos tensos", para decir algo cierto mediante algo incierto) con la quietud que expulsa el, interior de los viajeros (bastan dos tacadas de dos y tres palabras: "en los túneles negros habitaba la desazón de los rostros fosilizados que habían querido distinguir sus paredes con los ojos desmesuradamente abiertos"),, lo que es una absorción literaria de un choque de estirpe cinematográfica: montaje por atracción de dos imágenes que se niegan recíprocamente.Pero una explicación visual, aun siendo cierta, simplifica en exceso las cosas, pues en ellas intervienen calidades menos evidentes y en parte inefables, ya que están en el subsuelo de las palabras y de las imágenes de las cosas que sudan esas palabras. Por ejemplo, en otro relato, "el azul vertiginoso... [el horizonte desde donde] el sol brinca" y "la caleta donde moran las falúas": ideaciones animistas (el sol brinca y la falúa mora, luego viven) cuyo enigma procede, más que de dar alma a objetos, de la cadencia y musicalidad de la formulación verbal de esa donación.

Hay ritmos ocultos y un tiempo oculto en los prodigiosos relatos itinerantes de Aldecoa que recorren el camino de la quietud de España. Sobre esos ritmos y ese tiempo se mueve el estanque que narran. Y de ahí quizás provenga la dificutad de verbalizar la -vista desde fuera, imposible reducción a realismo de la irrealidad de España- mezcla de agitación y de quietud que el cuento cuenta. Hay a veces en él una tan armoniosa conjugación de antípodas, que la paradoja se hace, por la violencia de su visibilidad, translúcida y, por exceso de transparencia, opaca.

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