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48º FESTIVAL DE CANNES

Gena Rowlands enciende "La Biblia de neón"

"Los hijos del viento" representa a España en la Semana Internacional de la Crítica

ENVIADO ESPECIALLa Biblia de neón es una película realizada en Estados Unidos por el británico Terence Davies. Es muy fiel al pronunciado estilo del director de Voces distantes: muy pausada y preciosista, pero tristona. No obstante, la presencia en la pantalla de Gena Rowlands logra encender en algunas ocasiones, con su mágica electricidad personal, los neones apagados del cineasta británico. Fuera del gran escaparate, en el rincón de la Semana internacional de la Crítica, se presentó Los hijos del viento, del debutante español Fernando Merinero.

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Después de dos películas muy intimistas e incluso en gran parte autobiográficas -Voces distantes y El largo día se acaba-, Terence Davies parecía querer salir del cerrado mundo de su infancia en la sombría barriada de Liverpool donde nació, apoyado en el relato de una historia ajena situada en un mundo muy lejano al suyo: el universo rural de una zona sureña de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial.Pero esta escapada a las antípodas de Su origen norteño y urbano, le conduce paradójicamente, tal vez por una fatalidad de su carácter, al mismo reducto íntimo de donde procede. Este contrasentido perjudica a La Biblia de neón, en un sentido muy preciso: Davies impone desde fuera a la historia que nos cuenta un estilo que la contradice, de modo que el contenido narrado entra en colisión con la forma de narrarlo. Y una historia que sobre el papel tiene agilidad y ardor, se le queda quieta y apagada sobre la pantalla.

Triste hasta la melancolía

Sólo el revulsivo de la presencia de Gena Rowlands -eminente actriz y maravillosa mujer que, desde la muerte hace ya años de John Cassavetes, su marido y director de casi todas las películas en que intervino, entra con cuentagotas en las pantallas- da vida, movilidad, luz y alegría a la abusiva tonalidad elegíaca, triste hasta la melancolía, que Davies imprime a un relato que, para tener poder de captura, debiera ser mucho más ágil y abierto, menos claustrófobico y quejumbroso.

No es por ello convincente esta escapada del cineasta británico fuera del cerco de la dolorosa evocación de su niñez, simplemente porque no hay tal escapada. Davies da fuera de Liverpool un salto de miles de kilómetros y huye desde el oscuro asfalto del norte de Europa a los territorios abiertos y luminosos de un pueblecito del sur de Estados Unidos, para volver a contarnos la misma historia, en el mismo tono, desde similar punto de vista y mediante cadencias y ritos estilísticos prácticamente idénticos. Por esta razón, el qué y el cómo se dan de patadas en una película interiormente disociada, que sólo funciona cuando Gena Rowlands, por su cuenta, la hace funcionar. De hecho, sin ella, la película sería insufrible.

Tampoco funciona Los hijos del viento, la película española elegida para la Semana de la Crítica, pero por razones opuestas, pues le perjudica la presencia del director Fernando Merinero, desdoblado en actor protagonista. La película es toda ella un dúo -apoyado en algunos personajes muleta de escasa relevancia- entre una prostituta cubana y un abogado madrileño. Ella, Magaly Santana, encaja bien en el personaje y es graciosa, comunicativa y creíble, pese a la endeblez de los prolijos diálogos que ha de parlotear; pero él da a la actriz una tan pobre réplica que la película se convierte, sin serlo, en un monólogo, por lo que padece también una disociación interior insalvable.

No se entiende esta autoadjudicación de Merinero del personaje protagonista: es un error probablemente derivado de una falta de sentido autocrítico por su parte. La película opta al premio Cámara de Oro a la mejor primera obra, pero es presumible que, debido a esa aludida quiebra interior, se quede muy lejos de aspirar seriamente a conseguirlo.

Completó el día, en el escaparate del concurso, un tercer error: el del italiano Mario Martone, Llamore molesto. No merece la pena el esfuerzo de filmar una historia de enigma tan convencional, tan mecánico y finalmente tan decepcionante.

Parece, a grandes rasgos y dejando a salvo del naufragio a la siempre magnífica actriz Anna Bonaiuto, indigna del notable director de la, justamente premiada hace dos años en Venecia, Muerte de un matemático napolitano. Carece de sentido que esta película italiana concurse en Cannes 95, pero los designios de la cúpula que manda y ordena aquí, como los de todas las omnipotencias, son completamente inexcrutables.

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