Una casa de naipes
La transición española de una dictadura de cuarenta años a una democracia moderna quedará como uno de los hechos más positivos de unos finales de siglo que, aunque repletos de acontecimientos, han abundado en frustraciones y fracasos políticos. Acaso nadie esperaba que esta transición se llevara a cabo de la manera en que se efectuó: sin violencia y con la resuelta colaboración de todos los sectores -empezando por la corona y terminando por el Partido Comunista- incluso aquellos que, hacía muy poco, eran duramente reprimidos por el régimen franquista.En aras del restablecimiento de la libertad y para evitar el retorno de un clima de encono y división que haría imposible el funcionamiento de la flamante legalidad, las fuerzas democráticas renunciaron a pedir cuentas y a enjuiciar al antiguo régimen por sus atropellos y crímenes y aceptaron convivir con sus corifeos y lugartenientes. Para muchos exiliados, ex-prisioneros o perseguidos políticos, ello significó un gran sacrificio, sin duda, pero gracias a su generosidad y lucidez, España -no importa cuan grandes sean sus problemas actuales- es hoy una democracia moderna donde un golpe de Estado cuartelero resulta ya casi tan imposible como en Francia o Alemania. Sin aquella actitud pragmática de los antiguos rivales para convivir con sus diferencias y no continuar con la guerra civil aunque fuera. por, otros medios, el intento golpista del 23 de Febrero acaso no hubiera sido debelado tan pronto y España se enfrentaría ahora, tal vez, a una anarquía semejante a la de Rusia.
No se ha estudiado bastante la influencia que ha tenido la transición española en el resto del mundo. Yo estoy convencido de que su ejemplo fue decisivo en América Latina. Con variantes mayores o menores, esa fórmula fue seguida en Chile, en Nicaragua y en El Salvador, donde la evolución de un régimen autoritario a un sistema de convivencia democrática ha sido posible gracias a un esfuerzo conjunto de las fuerzas políticas para convivir, como se ha hecho en España, aun cuando el precio para ello fuera el altísimo de renunciar a pedir sanción y castigo penales para quienes cometieron. horrendos crímenes.
Desde luego que hay muchos argumentos morales para rechazar este realismo político que, en última instancia, garantiza la impunidad -a quienes pusieron bombas, torturaron, secuestraron, asesinaron y robaron en nombre de la civilización cristiana y occidental (o de la revolución socialista). Un destacado periodista argentino de oposición, Horacio Verbitsky, lo explica así, en el último número de Time: "¿Reconciliación? ¡Qué pretensión absurda! Eso tardará varias generaciones. ¿Cómo podría 'reconciliarse' una madre con la persona que mató a su hijo? Lo importante es compartir la idea de vivir pacíficamente, respetando las reglas y las instituciones de la democracia".
Esta tesis parece muy lógica, pero, en verdad ,la socava una contradicción, pues para que una sociedad se impregne de esa cultura democrática que enseña a todos a convivir en la legalidad con sus diferencias también hace falta tiempo, y, sobre todo, mucha práctica. Eso no se aprende en la teoría, sino en el que hacer diario, en el ejercicio cotidiano de la legalidad y en el funcionamiento de las instituciones civiles. Para llegar a ello hay que empezar por romper el círculo vicioso y, como en España -o Chile, Nicaragua y El Salvador- impulsar unos mecanismos de coexistencia que, de manera gradual, vayan educando a todos en el difícil arte de la tolerancia y el respeto a la ley.
Un obstáculo mayor, aunque no el único, para instalar y, luego, ir perfeccionando la democracia,. son las Fuerzas Armadas. En América Latina, ellas han violentado una y otra vez la legalidad y usurpado el poder, destruyendo innumerables veces los intentos democráticos. Una cultura autoritaria las impregna, desde los comienzos de la vida republicana, y sus miembros siempre se han considerado, por ser dueños de la fuerza, imbuidos de algo así como de un derecho de tutela sobre el poder civil, al que podían deponer o reponer a su capricho. Mientras ellas no sean re-educadas y aprendan a respetar el poder civil y las leyes, la democratización será precaria y penderá sobre ella, como espada de Damocles, la sombra del cuartelazo. Este proceso toma tiempo y la única manera de que culmine -de que las Fuerzas Armadas se civilicen y en vez de potenciales dinamiteras del Estado de Derecho sean su sostén- es que las nuevas y frágiles democracias -unas casas de naipes- duren y, a la que vez que duran, se vayan fortaleciendo hasta que el acatamiento a las leyes y a los gobernantes legítimos forme parte de la idiosincrasia militar, como ocurre en Estados Unidos o el Reino Unido.
En mi opinión, este proceso da todavía sus primeros pasos en América Latina y, a diferencia de España, puede aún ser revertido. Lo fue, en cierta forma, en el Perú, donde desde el 5 de abril de 1992, impera un régimen sui generis, que no es una democracia ni tampoco una dictadura de rasgo tradicional, sino un curioso híbrido que, para colmo de males, goza incluso de cierta popularidad. Y los intentos golpistas de Guatemala y Venezuela, aunque fracasados, son un indicio inequívoco de que el riesgo de una involución hacia el autoritarismo militar está siempre ronadando los débiles gobiernos civiles.
Ni siquiera Chile, probablemente el país donde la legalidad y las costumbres democráticas se han enraizado más en la última década, debido a la vieja tradición civil y legalista del país, y también a la solidez del consenso reinante entre las fuerzas políticas y al acelerado crecimiento económico, se puede cantar victoria. Lo estamos viendo estos días, con la tensión surgida con motivo de la condena por la Corte Suprema del ex-jefe de la DINA, el general Manuel Contreras y su lugarteniente el brigadier Pedro Espinoza, acusados de haber ordenado el asesinato, en Washington, del líder socialista exiliado Orlando Letelier.
Creo que, aunque a regañadientes, las Fuerzas Armadas chilenas acatarán un fallo que ha sido dictado respetando rigurosamente los mecanismos judiciales que la propia dictadura de Pinochet aprobó y que cuenta con el respaldo de la opinión pública chilena e internacional. Ésta es una victoria, sin' duda, de la ley sobre el crimen y una reparación simbólica a una de las víctimas de la represión; pero mucho me temo que si, alentado por ello, el régimen democrático intentara llevar al banquillo de los acusados a todos los militares y policías chilenos responsables de abusos a los derechos humanos el riesgo de una sublevación militar sería enorme.
Desde mi punto de vista, es un riesgo que las nuevas democracias latinoamericanas deberían tratar de evitar, siguiendo el ejemplo español. Mientras esa construcción de papel no sea una sólida ciudadela de material noble, no hay que forzarla demasiado, pues si ella se desploma será peor: la guerra civil permanente que ha signado nuestra historia no terminará nunca, renacerán las dictaduras y habrá nuevos crímenes y torturas y atropellos y América Latina seguirá sumida en el salvajismo y la' barbarie políticos hasta la consumación de los siglos. Para salir de ellos, la primera y más urgente prioridad es la preservación del sistema democrático, el fortalecimiento de las instituciones, el respeto de la legalidad, hasta que esto se convierta en una manera de vivir para civiles y militares, por igual.
Esto es difícil, porque las actitudes autoritarias, aunque muy arraigadas en el estamento militar, lo están también, en América Latina, en vastos sectores de la sociedad civil, donde, no sólo entre los grupos extremistas partidarios de la acción directa, sino entre partidos. políticos, dirigentes sindicales, periodistas e intelectuales que creen defender la democracia, suelen manifestarse, a menudo sin que ellos lo adviertan, una intolerancia y, matonería semejantes a las de quienes creen que la verdad política la deciden los cañones y los campos de concentración.
Mi ejemplo se llama Juan José Saer, escritor argentino, quien, en EL PAÍS del 6 de junio, refuta mis opiniones, sobre las confesiones de militares torturadores de su país expresadas en una Piedra de Toque anterior (Jugar con fuego,7 de mayo). Lo hace "desde el más imperturbable desprecio" hacia quien "ha hecho de la agitación una actividad comercial", tiene una "historia tenebrosa" y cuyos "dislates no justifican la controversia", pues lo que escribe está lleno "de lugares comunes, de ideas fijas y de incoherencias histéricas" es un dechado de "duplicidad", "cobardía", "inepcia", "chatura seudohumanista" y a quien, además de "mala fe" e "ignorancia", adorna "la inconsecuencia clínica del mitómano".
¿Más pruebas de que no sólo los militares necesitan ser civilizados para que la cultura democrática prenda por fin en América Latina?
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