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El mar de Madrid

Si Madrid fuera Barcelona tendría mar.A cualquiera le parecerá una perogrullada la antecedente afirmación, pero no lo es, si bien se mira. Y tiene su miga. Se predica que si Madrid y su circunstancia estuvieran donde Barcelona y Barcelona con la suya donde Madrid, Barcelona tendría mar.

Uno no se imagina una Barcelona en el centro del país, mesetaria, seca, abrasada por los vientos ábregos en pleno estiaje, sin que el presidente Jordi Pujol tuviera algo que alegar. Y lo primero que alegaría sería el derecho de Barcelona a establecer contacto con la mar.

El agravio comparativo de un Madrid húmedo frente a una Barcelona enjuta sería motivo de incesantes negociaciones del presidente en torno a su propósito. Y en menos que se cuenta ya estarían políticos y economistas, ingenieros y ecólogos, geógrafos y agrimensores, estudiando la apertura de Barcelona a la mar océana, o a la mediterránea, según conviniera a su industria; y encontrada la solución, se pondrían manos a la obra, vengan pico y pala para ensanchar ríos, horadar montañas, surcar valles, hasta que las olas. acariciaran extramuros la ciudad mesetaria y seca que recalientan los vientos ábregos.

Cuanto queda dicho no pasa de ser, obviamente, una hipótesis falsa, una pura entelequia, pues Barcelona ya tiene mar por derecho propio y por realidad geográfica. Mas una simple traslación de situaciones presenta Madrid ante el mismo supuesto. Es algo que vienen planteándose los madrileños con aspiraciones e inquietudes desde tiempo inmemorial: por qué, ¡diantre!, Madrid no tiene mar.

Por qué no tiene mar, imecagüen!, y por qué no reivindican ese derecho sus representantes políticos, cuándo es evidente la vocación marinera de una parte importante de los madrileños. Muchos de ellos darían algo bueno, de sus vidas por tener al lado la mar. Y puesto que no es posible de momento, se desplazan afanosamente a su encuentro en cuanto se presenta la ocasión.

Suele ser en verano. Y es tan profunda la vocación marítima de una parte significativa de los madrileños que en cuanto empieza a disfrutar las Vacaciones su primera acción es calarse una gorra marinera. La segunda, poner en marcha la operación militar que supone empezar un viaje de vacaciones. La familia en pie de guerra, el padre da órdenes, la madre le desautoriza, los niños hacen como que no oyen los términos de la controversia; bajan bultos todos, el padre cargado como un burro; la madre los distribuye con orden y concierto, y consigue encajarlos en los huecos más inverosímiles del coche.

Va el padre hecho un pincel: la gorrita marinera, el polo con un ancla bordada a la altura de la tetilla, pantalón, corto blanco, sandalias playeras. Y la madre también, con su albornoz tres cuartos; y su aparatosa pamela. Y los niños en bañador, flotadores de colorines rodeándoles la cintura.

Madrid no tendrá mar, pero estos días de vacaciones está lleno de marineros en potencia que acuden a disfrutarlo y no les importa que para ello hayan de echar horas interminables por esas carreteras de Dios y atestadas de coches. Al fin llegan, y huelen arrobados la mar (porque la mar derrama aromas de algas, de sal y de centollo) y lo más probable será que sólo puedan olerla, pues un abigarrado gentío que llegó antes y la ocupa entera, desde la misma orilla hasta los bloques de apartamentos, les impide pasar.

Esta situación exige adecuadas estrategias y la familia estudia un plan de campaña, un régimen de comidas estricto, diana y retreta, en función del disfrute de la mar. Y no importa que el matrimonio haya pasado un año entero soñando con las vacaciones y la consiguiente liberación de la tiranía del horario, para determinar que procede levantarse cada día a las cinco de la mañana, desayunar ligero, salir corriendo con las cremas, las gafas de bucear, los flotadores, las toallas, los catres y la sombrilla, y estar en la playa a las 5.30 al objeto de coger sitio y defenderlo del enemigo, incluso con la vida, si preciso fuere.

A las 9.00 la playa ya está llena, a las 9.30 procede regresar al apartamento, sorteando la avalancha humana que avanza incontenible. A las 10.00 vienen las duchas y preparar la comida. Almuerzo a las 11.00. Siesta entre 12.00 y 15.00. Paseo por la ciudad, descanso relajado en una terraza -y un café, una copa, unos helados, una bolsa de palornitas-, hasta las 19.00. Cena. Y, a las 21.00, todo el mundo a la cama, pues hay que madrugar.

El veraneo del madrileño resulta muy duro si desea satisfacer su vocación marinera. Por eso es una prioridad política y social reivindicar el mar para Madrid. Y una vez conseguido, todo serán venturas: la playa a disposición todo el año, cada quien con su barquito velero varado en el portal; sardinas recién capturadas; nuevos empleos, propios navegantes y mareantes. Desde grumete a capitán, los madrileños tendrían donde elegir: patrón de altura, patrón de cabotaje, mecánico naval, práctico" proel, redero... Y, además, estarían todos curtidos por los soles del trópico y las auroras boreales. Y tendrían un amor en cada puerto. Y contarían a sus nietos historias de temporales, sentados en un noray y fumando en pipa. Y los pescadores de caña conocerían los días más felices de su existencia. Y Vallecas se llamaría Vallecas-sur-la-mer. Y el chotis enriquecería su ritmo castizo con los dulces aires de la habanera. Y no serían ya gatos los madrileños, como hasta ahora, sino lobos: lobos de mar.

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