Butaca de calle
Por suerte, el mundo está lleno de artistas. Tal vez no en términos ajustados a un porcentaje ( sólo uno de cada dos o tres mil habitantes merecería ser designado de este modo), pero sí en lo que respecta al hueco que ocupan y a la beneficiosa influencia que ejercen sobre el planeta. Como es natural, uno no se refiere a artistas apoócrifos, esto es : con agenda, establecmientos, señalados y demás, sino a los verdaderos. a los que guardan silencio. A ésos que saben bien lo que llevan dentro, pese a la indiferencia de su alrededor. Suelen ser gente de calle, desambientada, doliente, como equivocada de siglo, y a menudo exhiben una palidez rayana en lo intolerable. La mayoría son músicos, pero también están representadas variantes como la literatura, la pintura o la ciencia de los títeres.Entre todos, quizá sean los pintores quienes más dificultades formales deban vencer a la hora de difundir su obra: hay poca tradición en Madrid, no resulta cómodo exponer en las aceras (de hecho, láminas y lienzos componen un género muy complicado de recoger cuando asoman los municipales pidiendo licencias, sellos y todo ese tipo de stampillas que se gasta el Ayuntamiento), y, por si fuera poco, en este oficio también se ha de contar con un vehículo en el que trasnsportar el material. Mal asunto para un pobre. "¿Y los caricaturistas?", protestará el lector más sagaz. Cierto, con un carpeta y bonbobús podrían arreglarse. Sin embargo, con esta ciudad, a 1995, y por alguna razón, tal especie se diría ya definitivamente extinguida.
Pero existen ramas del arte callejero todavía más ingratas. La literatura, por ejemplo, donde la relación con el personal se torna más rancia y patética. Sabido es que los poetas, por nacimiento o definición, siempre han renegado del mundo; y quizá poe eso sepan resistir con mayor entereza los embates de una clientela hostil que no ha solicitado sus servicios.
Un trabajo duro, apto sólo para seres fronterizos entre l genio y la fatalidad. Estos ujetos distribuyen furtivamente sus versos en locales públicos, se retiran a una esquina, esperan dos minutos y luego vuelven a, recoger sus papeles, mesa por mesa, procurando no tirar los vasos. Su gesto es más bien aéreo, una mezcla entre la ause ncia y el pudor, y encubre secretos en los que tal vez no sea bueno entrar. Un ambiente, en fin, tenebroso y desagradable, absolutamente contrario al que se respira, por ejemplo, la mañana de domingo frente a una caseta de títeres. Siempre, sin excepción, el Retiro es un parque bello. Un lugar ideal para asistir a una de estas representaciones en las que la vida, durante un rato, patece suspenderse en un cuento medieval.
Pero son los músicos quienes dominan la calle. Algunos son nativos, nacidos aquí, y es de presumir que por lo menos éstos cuenten con ciertas ventajas de índole sedentaria y familiar. A veces se encierran en casa durante meses y se entregan a la mística de la soledad. Se vuelven umbríos. Se marchitan. Les invade el sopor y la desgana. Pero, pasado este tiempo, abren la ventana, reverdecen y vuelven a salir, en un rito que poco a poco irá consumiento su espíritu hasta hacerles desaparecer. Como artistas, claro es. Escarmentarán, buscarán un trabajo, olvidarán el pasado, y se integrarán en un mundo que nunca, en ningún caso había atendido a sus súplicas anteriores. Nuevos tornillos que afirmarán la maquinaria. Gente, en resumen, batida, sazonada y engullida por otra gente a la que sólo queda felicitar por su victoria. Buena digestión, señores.
Pero atentos todos a una nueva especie que, acaba de surgir. Cherna de la Peña, director de cine, estrenó hace pocos días en nuestra ciudad. Y no precisamente al estilo Almodóvar. Lo hizo en la calle, después de media noche, y en la calle de Preciados, en un punto cercano a los cines de la Gran Vía. Unas trescientas personas asistieron al estreno de Lourdes de segunda mano, un corto de 15 minutos que difundió mediante un proyector de 33 milímetros, unos altavoces y una pantalla de cuatro metros. Ojalá le vaya bien. Y ojalá, en ese caso, no olvide nunca su anterior naturaleza. Porque no cabe mayor honor para un artista que asumir a solas su condición y rehuir intermediarios. Aunque sean ellos los jefes.
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