Un país desorientado
Atormentados desde hace más de un siglo por la pregunta "¿qué hacer?", los rusos no pueden negarse a volver a ponerla sobre el tapete, y no sin razón. Hoy no se trata, como en tiempos de Chernichevski (1863) o de Lenin (1905), de derribar el régimen existente, sino de democratizarlo sin correr el riesgo de una explosión social. Pero ¿cómo lograrlo? El país está gobernado por un presidente dotado de los poderes de un zar, que, cuando no está en el hospital, flota en el Kremlin en un aislamiento supino, rodeado de clanes que funcionan como otros tantos rasputines colectivos ligados al mundo del dinero, que a su vez está penetrado por la mafia, como todo el mundo sabe. No está prohibido hablar de ello en la prensa -lo que es un gran avance-, pero los altos funcionarios acusados no sólo no piensan dimitir, sino ni siquiera proclamar su inocencia. En tal contexto, la nueva enfermedad del presidente no preocupa a nadie. "Yeltsin no es nada, es un pustoye miesto (sitio vacío)", me decían casi todos en Moscú. El gran problema es conseguir una alternancia en el Kremlin. El grueso de la oposición prefiere un régimen parlamentario y, para ello, cambiar la Constitucion. Otros aceptan el presidencialismo a condición de que el nuevo presidente-zar sea sobrio e inteligente, y esté preocupado por el bien de la sociedad y no por el de una minoría de tiburones financieros. En teoría, las dos soluciones son posibles y el cambio podría producirse con ocasión de las elecciones parlamentarias del próximo 17 de diciembre o de las presidenciales de junio de 1996. Pero pocos son los que creen que las cosas puedan desarrollarse legalmente, como en todo país normal. Grigori Yavlinski, un opositor demócrata de primera línea -por lo que ha estado a punto de ser excluido de la carrera electoral-, recuerda que sólo un presidente ha abandonado el Kremlin pacíficamente: Gorbachov, que se marchó porque la URSS se desintegró. Pero Yavlinski no desea que le ocurra, lo mismo a Rusia, para que se vayan Yeltsin y sus rasputines. La amplitud de la fragmentación social que divide actualmente a Rusia no tiene precedentes. Vista de cerca, impresiona y, en cierta medida, asusta. La mayoría de mis interlocutores habituales -frecuentemente profesionales universitarios con una antigüedad respetable- no ganan lo suficiente para vivir. Los fondos para la ciencia se han reducido en cuatro quintas partes,. algo nunca visto en un país moderno. Rusia es ahora un país de "pobres con trabajo", aquellos -según la definición anglosajona- cuyo salario está por debajo del umbral de pobreza. Según datos oficiales, 45 millones de trabajadores rusos pertenecen a esa categoría, es decir, más de la mitad de la población activa (74,3 millones). ¿Y qué decir de los estudiantes o los jubilados, que, ni siquiera ganan un tercio del mínimo vital calculado por las autoridades? "Hemos pasado de un régimen anquilosado a un régimen inhumano que niega las medicinas a los enfermos si no pueden pagarlas", me dice amargamente un ex disidente que lamenta haber ayudado a llegar al poder a Yeltsin y su camarilla. Retirado de la vida política, no volverá a votar a esta clase de "demódratas", pero tampoco se fila de los comunistas de Guennadi Ziuganov. "Quieren el poder para enriquecerse a su vez".
La decepción generalizada ha engendrado un escepticismo visible por doquier. Este escepticismo da alas a los "nuevos rusos" que ostentan su riqueza y se comportan como en un país conquistado. No es difícil encontrarlos. Los hoteles para extranjeros de Moscú son ahora de los más caros de Europa. Sólo los rusos con medios suficientes los frecuentan. Pagan nueve dólares (unas 1.100 pesetas) por una cerveza en el hotel Metropole o 400 dólares (unas 50.000 pesetas) por un menú, en el National. Tienen 65 casinos en Moscú para distraerse y un número cada vez mayor de tiendas de lujo para, sus compras. En la plaza del Picadero, en el corazón de la capital, se está construyendo para ellos el gostinni dvor ("palacio de recepción"), un imponente centro comercial subterráneo. En resumen, se invierte en lujo, para ellos. Siempre se desplazan en Mercedes u otros vehículos caros, seguidos a menudo por, los todoterrenos de sus guardaespaldas, con uniforme paramilitar e insignias de security (en inglés, por supuesto). Es que hay muchos ajustes de cuentas entre ellos, me explican unos; es para demostrar su fuerza, dicen otros. La aparición de un sector de consumo de lujo ha hecho creer en Occidente que en Rusia, a pesar de la catastrófica caída de su producción industrial y agrícola, hay al menos un auge en los servicios que facilita la vida al ciudadano de a pie. Es un error. No se ha hecho nada para la gente que vive de su sueldo. He buscado en vano en la orilla izquierda, del Moscova un café popular, una taberna, un sitio donde se pudiera picar algo. No hay. Las tiendas siguen siendo exactamente las mismas que en la época soviética, grises, por no decir sucias. Algunas han sido privatiza das, pero los nuevos propietarios ni siquiera las han pintado para hacerlas atractivas. Es cierto que ya no hay colas, porque todo es demasiado caro. En una lechería, la vendedora me explicó que antes recibía seis bidones de nata diarios; se formaba una cola y se vendía todo en una hora. Hoy sólo coge un bidón y muchas veces le sobra casi la mitad. "El Gobierno lamenta una nueva bajada de los ingresos de la población; la población también lo lamenta": este titular de Izvestia lo dice iodo sobre la situación.
Otra paradoja: en este país que sólo se ocupa de los ricos, las únicas estadísticas fiables se refieren a los pobres. El salario medio en Rusia asciende a 350.000 rublos (algo menos de 9.000 pesetas), mientras que el valor, de la cesta de 19 productos de primera necesidad alcanza, según los últimos cálculos, 326.000 rublos, y no deja de subir debido a la infla ción (más del 100% anual). Es mucho más difícil evaluar el número de privilegiados. ¿A partir de qué nivel se es rico? Según las estadísticas oficiales, "el salario mensual más elevado es de 700 dólares [unas 90.000 pesetas]". Con esos ingresos, desde luego, no se puede llevar una gran vida en el Moscú de hoy. A falta de estadísticas convincentes, están las estimaciones. Se dice que los "nuevos rusos" constituyen cerca del 5% de la población. Alrededor de ellos gira otro 5% de personas, aproximadamente, a las que se paga en dólares -muchas veces no muy generosamente (600 dólares mensuales)- y un número difícil de evaluar de los famosos: hombres de la security. Parece que hay 250.000 que están legalmente armados y pertenecen a agencias conocidas. Pero me aseguran que muchos trabajan sin licencia, y que también hay que contar a los de la mafia, que no solicitan permisos de armas. Serguéi Glazev, principal economista de la oposición, me indicó la cifra de 800.000 hombres armados, aunque a Vadim. Bakatin, ministro del Interior con Gorbachov, le parece excesiva.
En septiembre, el Kremlin sufrió una conmoción: en Volgogrado, el partido. comunista de Ziuganov obtuvo el 80% de los sufragios en las elecciones municipales. Es impensable qué triunfe del mismo modo en todo el país. Pero es innegable que el viento sopla a su favor. Así que Yeltsin declaró, antes de caer enfermo, que "no permitirá que ganen los.comunistas". El director de Literaturnaya Gazeta evocó el fantasma de una guerra civil en caso, de victoria comunista, porque "el país se sublevará contra ellos". Probablemente se trate de una intimidación o un farol, pero uno se pregunta cómo podrá haber una campana electoral normal en un país tan desorientado. En todo caso, cuando, dos meses antes, del escrutinio, el poder anuncia que no respetará su resultado, se puede temer lo peor. En otros países ya se ha visto adónde puede llevar eso.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.