Dos curiosos mensajes de fin de año
En este final de 1995, el mundo ha recibido dos mensajes: uno, muy claro, de Rusia. El otro, más velado pero igual de intenso, de Francia. Los dos mensajes se refieren a la evolución del capitalismo y, más exactamente, de lo que ahora se llama públicamente "la economía de mercado".El regreso de los comunistas en Polonia causó sorpresa. Pero ese mismo regreso triunfante de los comunistas en Rusia ha producido estupefacción. Pocos militantes parecen menos bolcheviques que el nuevo presidente de la República de Polonia, Alexandr Kwasniewski. Pero Guenadi Ziuganov, el jefe del primer partido de Rusia, es un comunista que afirma admirar el "pensamiento" de Lenin y la "grandeza patriótica" de Stalin. Decididamente, ha sido una suerte que los neonazis austríacos hayan mordido el polvo; de lo contrario, a cinco años del 2000, habría que constatar el regreso simultáneo de Stalin y Hitler.
¿Cuál es el mensaje de esos millones de rusos que han votado por el partido comunista? En primer lugar, un mensaje que hace saber al mundo que la caída de la Unión Soviética en 1991 no resolvió ninguno de los problemas que en la época zarista prepararon -si no justificaron- el advenimiento de la revolución de 1917. Sólo que con los zares había un ejército, una nobleza e incluso muchas veces un pueblo orgulloso de ser ruso. Víctima, pero orgulloso. En las novelas de Tolstói o Chéjov no se lee otra cosa.
Pero los votantes de Guernadi Ziuganov nos recuerdan sobre todo algo que es válido para una buena parte del mundo: que cuando el capitalismo se hace salvaje, cuando desemboca en el caos individualista, en el imperio de la ley de la jungla, en una sociedad de crimen, tráfico de armas y mafia; cuando las privatizaciones vienen impuestas por el FMI y acaban siendo objeto de especulaciones clandestinas por parte de los agentes del Estado, el pueblo deja de recordar el pasado, aunque sea bárbaro, como un mal absoluto. Prefiere cualquier cosa al presente.
Más aún: que frente a esa libertad de no hacer sino el mal, libertad que otorga la deriva de la economía de mercado, el pueblo prefiere la seguridad en la sumisión y el orden en la servidumbre. ¿Es terrible? Tratándose de rusos, es algo que sólo sorprende a los que no han leído Viaje a Rusia de Custine o Los hermanos Karamazov. El famoso Gran Inquisidor creado por Dostoyevski profetiza que solamente la abundancia material podrá dar valor a la libertad, y que los pueblos no saben qué hacer con la libertad una vez que la han conquistado.
Y esto es algo que sólo puede sorprender a los que, tras la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989, mientras celebraban el fin de los gulags y de las barbaries de Stalin, creyeron que la economía de mercado era en sí misma una panacea. En primer lugar, significaba desconocer la historia del capitalismo, que se confunde con la historia de sus normativas. Por otra parte, suponía considerar que los pueblos sometidos al colectivismo podían adaptarse, de golpe y sin transición, al liberalismo económico. Por último, esos mismos analistas sectarios habían olvidado que los últimos años del comunismo no se parecían en absoluto a las épocas bárbaras y atroces, ya denunciadas por Jruschov antes de serlo por Solzhenitsin. Por tanto hay muchos rusos que pueden preferir aquellos años de fin de régimen a la actual descomposición. Que tengan razón o no es otra cuestión.
El otro mensaje ha venido de los franceses. Por una vez, no es un mensaje portador de utopías. No hace soñar con el progreso o la grandeur. En el país menos desgraciado de la tierra, en el país al que sueñan llegar la mayoría de los refugiados políticos e inmigrantes del Tercer Mundo, una población colmada durante 30 años por una sociedad de abundancia sin igual ha empezado a hervir como si sufriera una neurosis colectiva. No han sido a los tres millones de parados a los que hemos visto enfurecidos, ni a los marginados de las periferias levantiscas. Ha sido a los agentes del servicio público; en resumen, los funcionarios, con frecuencia mal -incluso muy mal-pagados pero que gozan de dos ventajas importantes: disfrutan de la seguridad en el empleo, algo nada desdeñable, y pueden -lo que es una enormidad- paralizar los transportes, es decir, la vida de un país.
Como se sabe, la chispa que hizo saltar todo fue el proyecto de financiación de una Seguridad Social lastrada por un gran déficit. Este proyecto había sido aprobado por la Cámara de Diputados, y por aquellos a los que se llama "expertos" y que a sí mismos se llaman intelectuales. Los sindicatos de la función pública han desautorizado tanto a la representación nacional como al conjunto de las élites. Han utilizadó la huelga y la calle contra el Parlamento y las conciencias. Algo que habría encantado a Rousseau, que afirmaba que la voluntad popular era más importante que aquellos en quienes las elecciones delegaban dicha voluntad.
Se ha explicado todo por la torpeza y el autoritarismo de Juppé (él se ha mostrado de acuerdo, luego es cierto). Por el hecho de que la reforma propuesta estaba incluida en un plan que, partiendo de los ferrocarriles para llegar a la reforma fiscal pasando por las pensiones, daba un vuelco a la sociedad. Es verdad, y, en cierto sentido, era audaz e incluso revolucionario. También se ha dicho, por último, que el servicio público garantizaba en Francia el carácter social de la economía de mercado, por lo que tocar a los funcionarios significaba amenazar con instaurar el liberalismo más thatcheriano o nixoniano. Y aquí hemos llegado a lo esencial.
Si el Gobierno ha terminado demasiado tarde por ceder, primero ante los estudiantes, después ante los ferroviarios y luego ante los jubilados, y si en la actualidad acepta negociar las formas de aplicación (si no los principios) de su reforma de la Seguridad Social, es precisamente por eso. Lo que ha ocurrido es inédito. En primer lugar, entre los manifestantes no hubo ningún histerismo, ninguna expresión de odio de clase, ninguna imprecación contra los ricos, a pesar de las consignas dadas por los trotskistas minoritarios que actuaban en todas las manifestaciones. Sólo se conminaba a Juppé para que retirara su plan. Centenares y centenares de miles de manifestantes desfilaron en toda Francia, sin que se produjese el más mínimo desbordamiento de los pendencieros, sin un coche incendiado, ni siquiera volcado, sin un incidente, sin una riña. La presencia masiva de los que protestaban no tuvo en ningún caso carácter de motín. Pero el espectáculo más singular se observó entre la población. Los extranjeros han resaltado que los franceses parecían (por una vez) estar de buen humor. Que cogían a todos los que hacían autoestop, que descubrían en esa ruptura de la rutina cotidiana una diversión que los hacía ingeniosos y sociables. Y así fue pese a que generalmente la parálisis, de un país no suele aceptarse así. La mayoría no suele aceptar sufrir la ley de la minoría, sobre todo cuando es una ley que la obliga a realizar marchas interminables en el frío de la madrugada o del crepúsculo. Uno esperaba revueltas contra el corporativismo. Pero no: Francia dio claramente su aval, si no su bendición, a los huelguistas y a los manifestantes.
Ha sido ante esa Francia ante la que ha cedido el Gobierno, mucho más que ante unos dirigentes sindicalistas con ganas de exagerar para resucitar por fin en Francia un movimiento sindical digno de tal nombre. La evidencia que ha saltado a los ojos es que una mitad de Francia tiene miedo al paro y la otra mitad al fin del Estado providencia. Es decir, teme que el sacrosanto diploma deje de ser un pasaporte para obtener un empleo, que se dejen de reembolsar los gastos por enfermedad y de garantizar las pensiones. Al mismo tiempo, los franceses tienen la vaga sensación de que esas, protecciones sociales no sólo están amenazadas por Juppé y los suyos, sino por una fatalidad europea, la de la economía no social de mercado y sus implacables criterios de equilibrio y rigor.
Y esto es especialmente interesante dado que toda Europa está en la misma situación, salvo en todo caso, los, alemanes. Recientemente, Felipe González recordaba que personas como François Mitterrand o Jacques Delors, y el propio canciller Kohl, han anunciado que si los criterios de la economía europea no eran sociales nos encaminaríamos a una explosión social en todos los países. Ese es el mensaje de los rusos y los franceses en este final de 1995, seis años después de la implosión del comunismo en la Unión Soviética.
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