Seamos realistas
El catedrático de Teoría Política Andrés de Blas, recient mente en estas mismas páginas, mostraba su disconformidad con una decisión ya tomada y se oponía a una eventualidad futura: a la decisión del Partido Socialista de que Felipe González sea su candidato en las elecciones del 3 de marzo, y a la posibilidad de un Gobierno de coalición entre socialistas y nacionalistas. Se trata de dos cuestiones acerca de las cuales he sostenido opiniones diferentes desde hace tiempo. Nos separa, quizá, la diferencia, ya tópica, a la que se refirió Max Weber cuando distinguía entre la ética de la responsabilidad y la posición del científico de la política. Debatir si la elección de Felipe González ha sido acertada o no tiene ya poco interés. La cuestión abierta es si va a ganar las elecciones y por cuántos escaños de diferencia respecto al que -si Dios quiere y tiene buen sentido- seguirá siendo el segundo partido (y el primero de la oposición). De otro lado, me cuesta creer que las únicas razones de la preferencia casi unánime del PSOE por Felipe González sean la presión de la mercadotecnia y un exceso de liderazgo.Desde luego, parece razonable que un partido político prefiera al candidato que previsiblemente recibirá más votos, al menos mientras el fin de su acción política sea el de gobernar de acuerdo con un programa para enfrentarse a las necesidades actuales del país. Pero hay otras razones evidentes Felipe González encabeza la única posibilidad cierta de un Gobierno progresista, en un momento en que las cuestiones esenciales (la convergencia europea hacia la Unión Monetaria, el consenso para la lucha contra el terrorismo y la pacificación y el desarrollo solidario e integrador del Estado autonómico) requieren construir consensos reales dentro del proyecto socialista y entre el conjunto de las fuerzas políticas.
Necesitamos un proyecto que, partiendo de un análisis intelectual y políticamente honesto, suponga una propuesta concreta y practicable de reformas y orientaciones políticas para los próximos años; un proyecto que no ponga en riesgo nuestros sistemas de protección social, el desarrollo autonómico o el equilibrio entre la modernización de la sociedad y las exigencias de la solidaridad.
Otros análisis que no supongan una apuesta posible por el futuro, no pasan de ser, en mi opinión, una manifestación de falta de energía política y de capacidad para cumplir nuestro compromiso con la sociedad, actitud esta que entronca con una tradición de errores cometidos históricamente por la izquierda española: la introversión, el distanciamiento de la realidad y el olvido, consciente o no, de las consecuencias prácticas de sus reflexiones.
Andrés de Blas nos trae a la memoria los impulsos de Araquistain hacia su líder carismático, y sostiene, con el mismo lenguaje de matiz salvífico, la necesidad de expiar los pecados de un pasado que no comienza, curiosamente, en 1982, o en 1977, sino en 1993. Cabría preguntarse si no es más oportuno recordar hoy otro episodio lamentable de nuestra II República: el proceso en el que, por razón de ambiciones no expresadas y cálculos ajenos a la realidad, la izquierda republicana apartó del Gobierno a su mejor candidato y dirigente, Manuel Azaña, elevándole a funciones no ejecutivas.
Los episodios de corrupción y las gravísimas infracciones de la legalidad que se han puesto de manifiesto durante los años pasados no arrancan de 1993. Muy al contrario, el descubrimiento de muchas de estas ilegalidades ha sido el fruto de una acción política deliberada dirigida por Felipe González desde el Gobierno tras las elecciones de aquel año.
Es preciso un proyecto un programa de reforma de aquellas desviaciones, para recuperar la normalidad dinámica que caracteriza a un sistema democrático vivo. Y parte de este programa debe ser, necesariamente, una reforma que requerirá que se incorporen a la vida política personas y grupos que aporten ideas, actitudes y proyectos nuevos. Pero la razón y la virtualidad de este ajuste se encuentra, precisamente, en la necesidad de enfrentarse eficazmente a los problemas reales de la sociedad española. La política no puede ser un mundo estando, ni quedar al margen de la realidad sobre la que pretende operar. Este proceso no puede suponer. la asunción, voluntaria o como consecuencia necesaria, de que lo que hoy necesita la sociedad española es un Gobierno conservador. Las ciudadanas y ciudadanos españoles son mayoritariamente de centro izquierda, y la alternativa real al Partido Socialista es una amalgama conservadora de perfiles poco definidos.
No creo, en suma, que lo natural e inevitable" sea un Gobierno conservador y que la obligación de la izquierda sea facilitar su formación. La decisión corresponde a los votantes, en función de la representación que entreguen a cada partido en las elecciones del 3 de marzo. No hay, al menos hasta ese día, una voluntad del país a favor de esta opción, ni una, pretensión antidemocrática de torcerla. La voluntad mayoritaria quedará reflejada en la obtención del más amplio apoyo parlamentario a un candidato y su programa, como ha ocurrido, en todas las combinaciones posibles, tras cada proceso electoral: Gobiernos de mayorías minoritarias, coaliciones municipales y autonómicas que han gobernado en vez de la minoría más votada, acuerdos entre minorías para impedir la acción de un Gobierno formado desde una mayoría...
Tampoco me parece un argumento de peso contra una eventual coalición entre los socialistas y los nacionalistas moderados que lo normal sería el entendimiento de éstos con el centro-derecha. Como he defendido públicamente esa posibilidad de coalición, propongo algunos argumentos.
En primer lugar, que el elemento determinante para un Gobierno de centro-izquierda es la presencia del Partido Socialista, la fuerza política de izquierda que tiene un programa para gobernar.
En segundo lugar, que es este programa el que garantiza el mantenimiento del Estado del bienestar y la permanencia de un criterio de solidaridad y superación de desigualdades frente al programa liberal que no acaba de proponer abiertamente el PP.
En tercer lugar, que la incorporación de los partidos nacionalistas responsables un proyecto común para el conjunto de España es positiva, y sólo será posible con un Gobierno que crea realmente en el modelo, autonómico, sin reflejos centralistas de antiguo cuño.
En cuarto lugar, que el interés de estos partidos nacionalistas moderados en el conjunto de la política nacional es evidente: ni la política económica, ni la lucha contra el terrorismo y para la pacificación son, por poner dos ejemplos, problemas de ámbito sectorial. Son problemas que afectan a todos los españoles, no sólo a los que residen en comunidades con partidos nacionalistas.
Frente a la idea, por último, de que lo normal sea una determinada fórmula teórica, la experiencia democrática española ha demostrado que los partidos nacionalistas son partidos responsables, capaces de gobernar en coalición en sus comunidades con partidos de ámbito nacional, o de apoyar la gobernabilidad del conjunto de España. Lo normal, en nuestro país, ha sido que estos partidos gobiernen o colaboren con el Partido Socialista, porque éste ha sido el que ha propuesto programas que han permitido una integración regional y comunitaria basadas en la solidaridad y no en la confrontación. Es, precisamente, la tendencia a la confrontación y la dificultad o a partir de éstas y no de dogmas enunciados con rigidez catoniana, lo que me parece arriesgado de los planteamientos del "nacionalismo español feroz".
El realismo no es un vicio maquiavélico, es un requisito imprescindible para gobernar sensatamente. Es difícil olvidar el contraste entre Felipe González cuando logró obtener en el Consejo Europeo de Edimburgo, mediante la negociación y el consenso, más de un billón de pesetas para reformas estructurales en España y las declaraciones, de honda y tradicional hidalguía, del todavía hoy dirigente de la oposición, quien valoró la actuación del presidente del Gobierno como un ejemplo de mendicidad indigna.
No creo, en fin, que sea tan fácilmente desdeñable la posibilidad de un Gobierno de coalición hasta que pueda decidirlo la única expresión cierta de la voluntad de las españolas y los españoles: la del Congreso de los Diputados que surja de las elecciones del 3 de marzo.
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