La indigencia carnívora
A Juan Goytisolo.
No fueron dos, como escribe François Furet, los monstruos gemelos que se repartieron nuestro feroz siglo. Al comunismo y al fascismo les sobrevive hoy su hermano trillizo, el que aquéllos, en ocasiones, supieron disimular y robustecer. Este -el nacionalismo- no necesita teorización abstrusa de iniciados ni gran soporte de masas. Como veneno arcaico de la más arcaica humanidad, el nacionalismo ha resucitado en Europa el laberinto concentracionario, la purificación étnica y el envilecimiento del individuo a mayor gloria de la tribu, triunfante. Pero si croatas y serbios han conseguido desenmascarar la hipocresía de la comunidad internacional al manifestar las fases agudas de esa lacra, no son desechables los síntomas menores con los que el mismo mal ensangrienta otras latitudes. Ya hace mucho se zanjó: el patriotismo es el último refugio de un canalla. Sea; mas no es menos cierto que el nacionalismo es el primer disfraz de un ignorante. Únanse el canalla y el ignorante y tendremos la pasión etnocida. ¿Qué hace falta para abrazar ese eufórico credo sino la más roma percepción del hombre, en forma del reductor binomio "ellos-nosotros"? Y, dado tal paso, ¿cómo no traducirlo en la fusión con esa escurridiza entidad llamada "pueblo" que todo justifica y alienta?
Sin embargo, aunque casi todos perciben el fruto criminal de la insania nacionalista, no es ocioso repasar otra vez las raíces del ensordecimiento y ofuscación cotidiana que van envolviendo a victimarios y víctimas. Cierta forma de cráneo o nariz, cierto grupo sanguíneo y factor Rh y dieciséis apellidos éuscaros son ya consabidos anhelos que no salvan de la caricatura a Arzalluz y a sus secuaces. Mas, ay, las leyes de Núremberg de 1935 o las vigentes hasta hace poco en Suráfrica, el reciente genocidio de gitanos y bosnios, y la deportación de comunidades enteras en función de su presunta etnia no se conciben ni se explican sino como consecuencia coherente de unos principios. Estos empiezan siendo eslogan callejero, fanfarria electoral y griterío de batzoki. Después pasarán a mostrar el adusto ceño de quien ordena rehacer el mundo. Cuando el "movimiento" se convierte en "régimen", el nacionalismo ya no es el de Arana en Bilbao o Parnell en Dublín, sino el de Milosevic, Tudjiman o Karadzic. O sea, el de ldígoras, Erquicia y sus hermanos mayores. ¿Por qué? Porque al emerger de la adolescencia visionaria al matonismo adulto, se transita del quiero al puedo. Pero ¿qué pasos se dan antes de llegar a la victoria armada y, con ella, a la barbarie sin disfraz?
El primero, la universalización obsesiva del discurso. Es decir: ha de negarse siempre que pueda existir una instancia no-nacionalista desde la cual todo nacionalismo sea sometido a crítica o rechazo. "Aplica el cuento", le espetaba un filosófico contertulio a quien ante las cámaras manifestaba cómo detestaba esa alienación. Y es que para tales mentes sólo se puede aborrecer el nacionalismo vasco o ibicenco desde otro nacionalismo, el español o el francés. O sea, el cura católico sólo verá en la crítica a su fe la malquerencia del pastor luterano, y éste la del pope ortodoxo, y todos ellos, la del muftí o el rabino. ¿Cómo hacer entender a tal conciencia obtusa que existe una visión laica y secular para la que toda impostura religiosa es equiparable? Olvídense por un momento Palestrina y Bernini, la salmodia latina y la pompa litúrgica; ¿qué diferencia esencial separa al papa Clemente en El Palmar y a Karol Wojtyla en Roma? El universo mágico del oficinista de Sevilla bien podría haberse pulido en Cracovia y adquirir así la respetabilidad social que luego monopolizaría milagros e impartiría doctrina. La forma mentis perdura. Por tal razón, y abstrayendo por ahora la conducta documentada, yo no encuentro diferencia entre el "Pueblo (Trabajador) Vasco" de Herri Batasuna y la Gran Serbia de Milosevic. Con los inevitables ajustes en el vocabulario, ¿cuál habría sido la práctica patriótica de aquéllos en los Balcanes? Una vez suelto, ¿quién pone el cascabel al ario puro?
El segundo paso de toda estrategia tribal consiste en el chantaje político por persona interpuesta. Es decir: se hará notar siempre que en el espectro nacionalista caben grados de tolerancia y perversión, pero que las bases intelectuales o viscerales del credo son indiscutibles. Así, uniendo la ingenuidad al cinismo, se echará mano de la útil casuística de fines y medios, de la comprensión de los muchachos equivocados con los que otro nacionalismo sí puede dialogar, y un tercero a su vez con este último, etcétera. (MIadic no es respetable; Milosevic supuestamente sí). El caldo de cultivo y los círculos concéntricos del crimen se administran de esta manera, pues siempre se encontrará algún denominador común entre el matón callejero y el pulcro parlamentario que sí entiende la motivación política de aquél. Por eso Arzalluz puede insultar, y nadie advierte el insulto, a Eleuterio Sánchez y explicar ante periodistas respetuosos o serviles que "¡los etarras presos no son El Lute!". Ignaros o corruptos, otros políticos no se percatan de la pedagogía criminógena que fomentan: fingirán que toman en serio delirios racistas del siglo pasado o ni siquiera los percibirán como tales. Y, sobre todo, su incomodo será extremo si el ciudadano les reclama una percepción ética y no sólo electoral del crimen. La reciente historia de España ilustra con creces cuanto aquí señalo; mas citaré un ejemplo, privilegiado por monstruoso, de este chantaje. Años atrás, la televisión pública no tuvo empacho en emitir en horas de máxima audiencia un homenaje póstumo a la guerrillera Yoyes. La voz campanuda del locutor leía extractos del diario de la asesinada, por alguna razón convertida en heroína. Recuerde conmigo el lector: "Pueblo mío, pueblo mío, te quiero tanto que...". ¿Qué edad mental, qué cultura, qué horizontes y qué perfil moral manifiestan esas frases? Quien había dedicado su Vida adulta al culto a la muerte y a su sistemática gestión por amor al pueblo", recibía el incienso insidioso de esta ocultación: nadie se interrogaba allí sobre sus fuentes de ingresos. Más claro: ¿de qué había vivido tan bondadosa joven? He aquí el respetuoso tabú del que esos trabajadores se benefician (exactamente como Carmen Rossi): los círculos concéntricos del nacionalismo ya pactan lo que unas veces se pregunta y otras no. Los demás ciudadanos no pueden encajarse en esas ruedas dentadas y no son las más parcas victorias las conseguidas con el embotamiento mediático y la confusión de una población desesperanzada y cohibida. O sea, intimidada ante los obtusos vaivenes léxicos que concita el "contencioso de violentos y reinsertados", y no pocas veces culpabilizada por su "falta de generosidad". He ahí un camino cuya apoteosis final se llama esquizofrenia -y cuyas
Pasa a la página siguiente
La indigencia carnívora
Viene de la página anterior
estaciones van de la cochambre moral al tenebrario fascista de este o aquel redentor.
El tercer paso del mecanismo que apunto estriba en la creación e interiorización especular del enemigo. Dudo, sin embargo, que se trate de un proceso del todo consciente por parte de los doctrinarios de la tribu. Y es que, como el fascismo y el comunismo, el nacionalismo siempre necesita alimentarse con la imagen fantasmal de un oponente. En el claroscuro de la. ideología, su contrincante: será a la vez poderoso y débil, aterrador y despreciable, astuto e inepto. ¿Y de dónde se toma la imagen aborrecida con la que se nutre el propio grupo para constituirse como sujeto pugnaz? En el nacionalismo vasco, la respuesta es inmediata: ha de reproducirse la imagen más odiosa de España. Así, la limpieza de sangre, la impermeabilidad a toda cultura cosmopolita, la crueldad torera de cojones y muerte, la matrifocalidad, el machismo pacato y otras cualidades de cristiano viejo se asoman a las páginas de Egin y a los discursos alborozadores de la pasión política desde los textos de Sabino Arana. De esta forma, el debate -si existe- se envenena más, porque los agredidos hoy se verán tentados de reproducir las características que su agresor les reprocha de manera enfermiza, a pesar de manifestarlas él mismo. Se trata, a la postre, de documentar con agravios pasados o presentes un axioma que Hobbes y otros ya conocían bien: el odio une más que el amor. Con tal aborrecimiento común se cimentaría el gran sueno gregario: el hombre nuevo de la etnia pura es tan global como el que proponían el fascismo y el comunismo. Este sujeto se fundiría con la tribu técnicamente remozada, pero del primero tomaría el empaque exclusivista (los de aquí) y del segundo la supuesta armonización de todas las tensiones sociales en virtud de su pertenencia al grupo elegido, vanguardia del resto. Es justificable, por ende, cierta incredulidad con respecto al eufemismo nacionalismo democrático de hoy. Mal puede el nacionalismo arbitrar el equilibrio entre las diversas fuerzas políticas si, vencedor en un territorio al que llamará Estado, subsume a la sociedad civil bajo la noción fija de una etnia, portadora de derechos históricos como inexcusable referencia, de ciudadanía. A mi juicio, un nacionalista de verdad coherente ha de rechazar el Estado constitucional, porque éste coloca el derecho por encima de la confesión religiosa, la adscripción lingüística o la exaltación racial de cada grupo. Además, es sabido que el voto es algo fluido y contingente, pero la raza-etnia, supuestamente no. ¿Cómo casar la urna con la sangre si aún no existe la clonación de ciudadanos? Y es que, si todos estamos hechos de trozos (según afirmó Montaigne), el proyecto nacionalista quiere tranquilizar al individuo al negarle acceso a aquellas partes de sí con las que pueda entrar en liza: es un antídoto contra el, miedo y la desazón. Por ejemplo, ha de aniquilarse lo francés en el bretón y lo español en el vasco. En definitiva, se busca acorazar contra la angustia que genera la libertad individual, o sea, el más alto legado de nuestra cultura humanista; Como el pueblo escoge por mí, yo me libero de esa tarea. La arrogancia tribal no conduce sino a la humillación ante el tótem y sus hechiceros.
¿A qué honor cívico atenerse en un espacio enrarecido por la ofuscación de lo superfluo y la ferocidad. de quienes predican el crimen por seguir un espectro comunitario? Le participaré al lector en qué creo frente a la indigencia carnívora de los adoradores de sombras. Cuando hablan, escriben o asesinan, yo me atengo a la dignidad última del judío con estrella amarilla, de la morisma de patera, del gitano errabundo o del intocable por casta o elección. Esas gentes sí son ajenas a todas las Serbias, Croacias y Euskadis del soberano mundo.
Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge y enseña Historia de la Ciencia en la de Murcia. Su novela Los trabajos de Artemia acaba de aparecer.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.