La primavera en juego
Por estas fechas, siempre fiel al equinocio, Madrid abre sus brazos a un tipo de vida que permanecía en suspenso desde noviembre. Es un rito muy antiguo, anual, al que llaman primavera y que influye de modo notable en los ciudadanos. Culturalmente, siempre se ha tomado este proceso como una época de chispa y renovación; sin embargo, existen muchas personas que aguardan su llegada con el horror metido en el cuerpo. Y no les falta razón: la primavera es en efecto una manifestación espléndida, pero también punzante, y a veces envenenada.Entre sus atributos externos destaca la impoluta claridad de sus mañanas. Ya en los últimos días de marzo pudo apreciarse el fenómeno: la luz celeste baja más azulada, más tersa, y desde primera hora los cielos vienen anunciando novedades que tienen mucho que ver con la amplitud. A media mañana, los gorriones planean seguros en las alturas, frecuentan en menor grado las antenas de televisión y hacen de fuentes y aspersores su nuevo llagar de cita. El mediodía se torna tibio, acogedor. Los atardeceres se alargan. Acuden los primeros grillos a las terrazas, revive la hoja de menta y hasta se diría que un gesto risueño nos araña el interior. El espíritu, la mente o la razón.; lo que tenga cada cual. Además, algunas personas mejoran de condición. Los vagabundos, por ejemplo, para quienes la benignidad del clima representa un gran avancé en su calidad de vida. En este tiempo, las noches son más cortas, más llevaderas a la intemperie, y por si esto fuera poco, no deterioran tanto los hogares de cartón.
Pero la primavera también trae consigo puntos de estudio (en apariencia, menores o poco relevantes) que pueden resultar un calvario para muchos. Sin ir más lejos: el íntimo sentimiento de angustia que durante estos días empieza a cernirse sobre aquellos usuarios aquejados de sobrecarga adiposa. En Madrid hay exactamente 787.212 gordos, de los que el 72% no gusta de su condición. Esto significa que frecuentan las calles 566.792,64 bípedos atormentados por una carrocería desorbitada (a menudo sin relación alguna con el fino motor que les da movimiento) y para quienes ya no es posible disimular sus ampulosidades mediante un ropaje encubridor. Grados centígrados mandan. Por no mencionar a las personas que tienen varices, papilomas o manchas en la piel.
En primavera, además, surgen desórdenes gástricos, alergias y sarpullidos. El polen se ceba cruelmente con el aparato respiratorio de muchos humanos, y cabe también la posibilidad de que te aterrice en el cráneo una de esas orugas que tanto incomodan al tacto. Pero tal vez lo más ingrato de esta época es que a menudo, sin una razón conocida, la gente se pone triste. Y esto no es materia baladí. El dato viene a decirnos que la renovación de la naturaleza no siempre sienta bien. Que existen organismos confusos y agazapados, víctimas desgraciadas del gran entramado celeste.
En Madrid, la primavera es intensa, pero como máximo dura un mes. Cuarenta días, y no subo más. No es como en Vigo o en Logroño, que se anuncia poco a poco, que se detiene más tiempo y que se preocupa por la clientela. Aquí nos llega por la espalda, canturreando entre dientes, sin entregarse plenamente a la causa. Pasa con prisas, sin muchas ganas de hacer caricias, y se diría que su presencia no obedece a un deseo real sino a un compromiso protocolario. Sabido es que la primavera, en lo que respecta a Madrid, desaparecerá antes del verano sin dejar sustituto. Durante un tiempo quedaremos en manos de nadie, y de ahí que muchos consideren a esta señorita algo casquivana e irresponsable, por no decir una pésima amante.
No obstante, y sin negar los argumentos que aportan sus detractores, yo no puedo dejar de agradecerle su existencia, por fugaz que ésta sea. La quiero, sin más tapujos, y sugiero a los tristes que traten de aceptar los hechos: el pensamiento, como las alcantarillas, conduce a los subsuelos; y una vez allí, no resulta difícil abandonarse al desconsuelo. Pero éste es el gran secreto de la melancolía: no saber si aporta o quita vida. Valga la sinécdoque.
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