Hacer literatura
Ayer volví a escucharlo en público: "No es literatura; es la pura verdad". No viene al caso la circunstancia ni el libro del que se hablaba. Viene al caso, en cambio, la definición del "hacer literatura" que da María Moliner: "Hablar muy bien sobre algo pero sin un sentimiento verdadero o un propósito serio". Esa definición del "hacer literatura" se ha desplazado ya fuera del presunto solecismo que convoca: son la literatura -a secas- y la verdad las que se consideran incompatibles. El ejemplo más reciente y clamoroso está en la última obra de Gabriel García Márquez. Hasta el propio autor se ha resignado a venderla en los anuncios asegurando: "Va a parecer más fantástica que mis novelas fantásticas", parejo a esos críticos que llegan jadeantes al final de la reseña sobre una biografía cualquiera y dicen que se lee como una novela. El prestigio de la ficción es tal que hasta los libros que se apartan voluntariamente de ella revelan en su propia denominación genérica su matriz subordinada: "No ficción" los llaman, derivando del inglés, en los escaparates y en las listas de éxitos. No siempre fue así: el Lazarillo de Tormes, canonizado en nuestro tiempo como el albur de la novela -"conjugar ficción y verosimilitud en una narración en prosa fue el arranque de la mayor revolución literaria desde la Grecia clásica: la novela", escribe Francisco Rico-, se dio a la imprenta como la carta veraz de un pregonero. Más de cuatrocientos años después, los editores de García Márquez -vuelvo a él porque me escuece- se empeñan en camuflar el género y la voluntad de su texto, y algunos críticos se calzan el cuentahílos para descubrir un gramo de ficción en el áspero relato propuesto.
La verdad ya no se aloja en la literatura: así van la literatura y la verdad.
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