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Tribuna
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Lluvia marinera

Hace seis o siete años, por más que me esfuerce en no recordarlo, yo era un bípedo de manejo fácil. Un lelo, para entendernos mejor. Hundía las orejas, acataba órdenes de la mañana a la noche y me dejaba arrastrar por la corriente sin una sola emoción que acercarme al paladar. Tenía las piernas torcidas, un millón de chicas que nunca me besarían y trabajaba 12 horas diarias reparando televisiones en un sótano próximo al barrio de Tetuán: un taller clandestino, regentado por un hombre afectado de polio en la pierna derecha. El personaje rondaba los 50 años y me descontaba del sueldo los 20 minutos diarios que empleaba en almorzar. "Yo no soy un hada", solía argumentar; y por cierto que estaba de acuerdo con él. Sin embargo, me pagaba 44.000 pesetas a fin de mes y este detalle complacía mucho a mi administrador: un albañil en paro, mi padre, individuo experto en palizas y adicto a la ginebra desde que mi madre, muy astutamente, le abandonara en noviembre de 1986.No puede decirse, en efecto, que en mi casa se respirara aire puro; aunque todavía flotaba más espeso en mi lugar de trabajo. Mi jefe y yo trabajábamos en el taller 80 horas a la semana. Vivíamos casi a oscuras, en perpetuo silencio, bajo la luz mortecina de una bombilla que amenazaba desvanecerse a cada golpe de tos. Algunas noches de invierno, regresando a casa, sentía sin saberlo verdaderos deseos de llorar. Recuerdo que subía por las escaleras del metro arrugado, soportando de antemano el ingrato olor a comida que me aguardaba en el portal. De no haber existido los calendarios, estos efluvios habrían bastado para hacerme saber en qué día me encontraba. Lunes, martes, miércoles o jueves, significaban repollo, sardinas, potaje o huevos fritos, sin que nunca se produjese un error entre ambas formas de contar.

Pero hasta aquí los gimoteos; porque un viernes de octubre, rumiando en la madrugada, por sorpresa me puse a pensar en mi existencia y descubrí cosas nuevas. Profundicé, fruncí el ceño, empecé a sentir odio, calor en mis venas, y a las.4.20 decidí, en primer lugar, no volver nunca más al taller, y a continuación, asesinar a mi jefe; tal vez con el soplete, y sin darme mucha prisa. No obstante, por razones de seguridad, renuncié enseguida a la segunda parte del plan. En compensación, y considerando que él era del Atlético de Madrid, a la mañana siguiente me corté el pelo pentagonalmente, pinté una calavera en mi chupa, puse ojos de bestia y me hice de Ultrasur.

Fue fácil. Nadie me obligó a firmar una solicitud de ingreso. Nadie me exigió contrapartidas. Yo tenía por entonces 17 años y comprendí: se trataba de unirse a ellos, de gritar como ellos y de formar parte como ellos de un mismo revoltijo animal. No tardé en captar la simplicidad de su ideología: el Real Madrid es Dios, por las buenas o por las malas, y los Ultrasur, sus guardias de corps. No tenían amigos, detestaban sobre todas las cosas al Barça, a los vascos en general, y, en menor medida (por razones de protocolo), al Frente Atlético. Su forma de evolucionar se limitaba a estudiar reacciones. Si la prensa se quejaba por algo en concreto, ellos incidían en el asunto. Pegaban a la gente, quemaban banderas, llevaban cruces gamadas y abucheaban a los jugadores negros que pasaban por el Bernabéu porque sabían que luego se hablaría de ello en los periódicos, en las emisoras de radio y en la televisión. Fueron tiempos gloriosos.

Pero el paso del tiempo, además de adormecer, también tiende a desbaratar sus propias obras. Fuimos pioneros en España. Nos han imitado todas las aficiones. Hemos sido objeto de estudio en el Congreso. Pero los Ultrasur languidecen. Algo me dice que mi familia ha empezado a morir. Y yo con ella, desde luego. Porque tratándose de mi persona, la soledad significa una bombilla de 60 vatios que se aparea con un sótano donde en tiempos estuve a punto de ser secado. Me siento confuso. Es más: reflexiono, lo que en mi caso no significa nada bueno. Pero no podrán conmigo. Me haré skin, matón o navajero. Robaré, mataré, haré lo que sea preciso hasta encontrar otro refugio, y juro que jamás regresaré al otro lado, a ese espacio social donde se doblega a la gente con lentitud, sin llamar la atención, tal y como hace la lluvia marinera con la piel de un pescador. ¡Muera el Barça!

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