Y, a pesar de todo, vive Colombia
No pasa día sin que nos lleguen de Colombia noticias de primera página, a cual más dramática o llamativa. Siguiendo paso a paso, de sobresalto en sobresalto, las tribulaciones del presidente y de los altos cargos del Estado, las acciones cada vez más osadas de una guerrilla envalentonada, el culebrón permanente de los capos del narcotráfico, y un parte diario con más muertes violentas que en países en guerra, habría que concluir que el país está en fase terminal. Y sin embargo, no es así. Cualquiera que se acerque a la vida del país lo puede comprobar. El país está vivo: décadas de vendavales políticos y sociales no han impedido que el crecimiento económico de Colombia en los últimos 20 años sea de los más altos y sostenidos de América Latina. ¿Cómo se explica una situación tan contradictoria, tan paradójica? Alguna clave tiene que haber que ayude a explicar la coexistencia de elementos tan incompatibles entre sí. Una especie de savia vertebradora, constituyente, habrá de existir para que una sociedad al borde del abismo, como alguien ha dicho, siga viva y con deseos de seguir viviendo. Al llegar a Colombia lo que uno se encuentra no se corresponde, afortunadamente, con los temores que puede producir la lectura de las noticias del país en la prensa internacional. En la excelente guía turística publicada por The Lonely Planet se previene al visitante de la sorpresa que le espera: Colombia es diferente de lo que podía haber imaginado. No es sólo narcotráfico, guerrilla, catástrofes, es también una sociedad de gentes tranquilas, cordiales y generosas; "easy going" dice la guía. Los turistas comprueban pronto lo acertado de la advertencia. Los que sean algo más que turistas pueden ver, si tratan de profundizar, que tras esas virtudes ciudadanas hay algo más. Yo viajaba a Colombia para dar a conocer la experiencia española de las Fundaciones Universidad-Empresa, y tuve ocasión de relacionarme con empresarios, con directivos de fundaciones, con profesores de universidad. También pude dialogar con responsables del Gobierno y, con gentes de distintos ámbitos de la sociedad, que me dejaban siempre "descrestado", como dicen por allí, por su preparación, su calor humano y, no digamos, por la rara perfección del español que hablaban. Aquellos tratos, tan relevantes y tan variados, hacían de mí, creo, algo más que un turista. Por eso, aunque mi estancia fue breve, mi experiencia fue intensa y me permitió un primer atisbo de la complejidad del país.
Me parece que es exagerado, y sólo es comprensible desde un determinado estado de ánimo, más bien de desánimo en este caso, el lamento de Hernando Gómez Benavides cuando dice que Colombia no es ya un país, sino sólo un paisaje. Yo veía un país, yo sentía un país. Lo sentía al dialogar con un buen número de directivos preocupados por la modernización empresarial y por acercarse a la Universidad, y lo sentía igualmente en las largas conversaciones mantenidas con un número aún mayor de profesores universitarios deseosos de relacionarse con el sector industrial, alejados ya de la utopía sesentaiochista. Y de todo ello me iba forjando mis propias conclusiones. Me acercaba a la idea de que era eso que llamamos sociedad civil, lo que, contra viento y marea, seguía funcionando y abriéndose paso en un país que uno pudiera imaginar totalmente paralizado por la desmoralización. Recuerdo que en un coloquio en la Universidad de Manizales moderado por el director del diario La Patria, en el que se discutían temas muy concretos y reales de la industria y la Universidad, tenía yo la impresión de asistir a una representación irreal sobre un escenario que desaparecería como por encanto a la mañana siguiente al leer los titulares de los periódicos. Era sorprendente pero no irreal, era la expresión viva de la realidad paradójica y contradictoria en la que viven los colombianos. Porque es verdad que Colombia es un volcán en erupción permanente en los últimos meses. Es cierto que la incertidumbre y el miedo se han instalado peligrosamente en la vida de los colombianos como algo cotidiano y normal. Y todo eso puede hacer que sólo nos fijemos en el fuego. Parece normal que, ante una situación así, sólo observemos el temblor. Pero, afortunadamente, hay más en el interior de esa inquietante realidad. En ese volcán además hay una enorme vitalidad, unas considerables posibilidades de futuro. Y es que desde hace años la sociedad civil sigue su propio desarrollo, paralelo o mezclado con la evolución política y social. También ejercí de turista, de turista heterodoxo, pues no seguía una guía predeterminada. Y así es como llegué al valle del Cócora, como un verdadero y desconcertado turista que no entiende nada y todo lo quiere saber de golpe. Estoy seguro de que ese valle maravilloso encajaría en el paraíso natural que cualquiera pudiera imaginar, un paraíso que la palma real, que crece a más de 2.500 metros de altura y que es hoy un símbolo nacional, convierte en único en el mundo. Allí, en un pueblo llamado Salento, visitamos una piscifactoría, instalada y dirigida por un biólogo colombiano educado en el norte de Europa. Entre otras muchas cosas, le preguntamos cómo se garantizaba la conservación y el mantenimiento de las truchas, y cómo se seguían unas ciertas reglas respetuosas con el medio natural. Pues bien, nuestro amigo el biólogo nos dijo, con toda naturalidad, que la guerrilla exigía un deteminado comportamiento de los propietarios que éstos aceptaban y cumplían.
Me encontraba de nuevo con la sociedad civil, porque la guerrilla también es sociedad civil, y además, hace las veces de Estado en aquel valle de Cócora. Colombia tiene muchos rostros diferentes y éste no podía ser ignorado. La guerrilla y el narcotráfico, la sociedad civil fuera de la ley, que sigue sus propias reglas, proporciona también, por medio de mecanismos ocultos o violentos, recursos financieros, aunque no tantos como pudiera parecer; es una suerte de savia envenenada que constituye un obstáculo, a veces insuperable, para el desarrollo de la otra sociedad civil, para el sostenimiento de unas reglas básicas en un Estado democrático de derecho. Y también a pesar de ese maldito cáncer, Colombia sigue viva. Pero así no se puede vivir. Como nos hace ver Marco Palacios en su espléndido ensayo Entre la legitimidad y la violencia, tantos males juntos han confirmado a los colombianos su capacidad de enfrentar la adversidad. Pero además de sobrevivir los colombianos tendrán que enfrentarse, de una vez por todas, con la raíz del problema. En Cócora, cuando se me hizo visible esa "otra sociedad civil" en su aspecto más engañoso y traicionero, fue también cuando percibí de forma más nítida la ausencia del Estado en ese panorama idílico de las palmas de cera. Se iba cerrando el argumento en aquella rápida visión de las paradojas de Colombia. No hay más remedio que retomar a la política, tan dramáticamente desacreditada, para hablar del insustituible papel de un Estado fuerte, capaz de anticipar, comprender y resolver los conflictos inherentes a la vida moderna y de respetar y hacer respetar las reglas del juego, para salir del atolladero colombiano. Sin un Estado así no hay sociedad civil que aguante durante mucho tiempo. Porque la sociedad que trata de sustituir al Estado, lo corrompe todo, y puede secar definitivamente las iniciativas que todavía riegan afortunadamente el tejido social.
Pensaba yo, allí en Cócora y en Bogotá, y en la zona cafetera y en la reunión de Fundaciones en Cartagena de Indias, que a nuestro discurso europeo que habla de menos Estado, más sociedad, siempre necesitado de matizaciones, pero convincente y necesario, había que darle la vuelta en otras latitudes y, desde luego, en Colombia. Vale el argumento de que es necesaria la complementariedad, y de que las relaciones entre la sociedad y el Estado no deben entenderse como un debate entre opuestos, sino como un juego de suma positiva.... pero habrá que poner siempre los bueyes delante de la carreta.
Durante los últimos meses, Colombia se encuentra en lo que se ha caracterizado como la crisis política e institucional más grave desde el inicio del actual sistema político de 1957. Colombia necesita ahora, con urgencia, recobrar la confianza en el Estado. Y es la sociedad civil, la "buena", la primera interesada en que esto sea así. Porque, si en condiciones tan adversas la sociedad colombiana ha logrado seguir viva...
Antonio Sáenz de Miera es presidente del Centro de Fundaciones.
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