El Derby y las chicas
A Emilio, ya iniciado.El Derby de este año vino precedido por un temor y acompañado de una novedad histórica. Se temía su coincidencia fatal con la inauguración de la Eurocopa de fútbol, que además comenzaba con un partido de la selección inglesa: ¿algún otro portento puede competir en popularidad con tal sustituto mediático de las guerras púnicas, las cruzadas y las campañas napoleónicas? Para paliar estragos que se daban por descontados se adelantó la gran carrera casi una hora (de modo que ya no interfiriese con el partido sino sólo con el almuerzo de los aficionados) y se instalaron en el césped sagrado de Epsom pantallas gigantes de televisión para que nadie se perdiera ninguna patada ni pataleta nacional. Los bookmakers admitían junto a las apuestas hípicas otras sobre los hipotéticos goles de Gascoigne. En fin, un lío desdichado que sólo consiguió fastidiar el Derby a quienes se interesan de veras por él sin por ello reclutar a esa parte del público y sobre todo de la prensa dedicada a celebrar lo que en el hipódromo un digno caballero de chaqué y sombrero gris denominó con rencor justificado "this stupidf football".
La novedad histórica, en cambio, puede ser mirada con mayor simpatía: una mujer participó como jinete en el Derby por primera vez en dos siglos y pico. No hace falta decir que el mundo del turf, como tantos otros espacios competitivos tradicionales, sigue siendo casi privativamente masculino. Se han dado mujeres distinguidas como propietarias y criadoras de caballos, empezando por la célebre Lily Langtry (antes de partir hacia el Oeste americano y el juez que la adoraba, vivió en Newmarket, dueña de una cuadra con la que obtuvo notables triunfos) y llegando hasta la actual reina de Inglaterra, experta hípica de primer orden. También lo fue la duquesa de Montrose, en la época victoriana, que siempre vestía de rojo porque tales eran sus colores en la pista, y que cierto domingo interrumpió el sermón del capellán cuando el santo varón imploraba a Dios lluvia para acabar con la sequía reinante: "¿Cómo se atreve a pedir que llueva cuando la semana próxima se corre el St. Leger y mi caballo detesta el barro?". No faltan tampoco buenas entrenadoras como lady Herries, cuyo pupilo Celtic Swing fue el año pasado favorito del Derby y ganó su equivalente francés, el Jockey Club. Pero la tarea de jockey ya es otra cosa y suele desconfiarse de que, por razones morfológicas, una mujer pueda aunar un peso bajo y la fuerza necesaria para acelerar como es debido un caballo de alta competición. Este recelo se mantiene pese a que hoy montan con plena excelencia profesional mujeres como la americana Julle Krone, una criatura élfica en lo físico y de habilidad diabólica, con la que poquísimos jinetes pueden medirse. Y este prejuicio es el que desafió Alex Greaves, de 28 años de edad y con bastantes victorias en su haber (aunque en compromisos mucho menores), cuando decidió montar en el Derby a Portuguese Lil, una yegua entrenada por su marido y antiguo jinete, David Nicholls.
Cuando ahora les diga que la amazona llegó en última posición a la meta seguro que alguno no reprimirá una sonrisita machista de satisfacción (acompañada quizá de un suspiro de alivio) perfectamente injustificada: Portuguese Lil no hubiera alcanzado mejor colocación ni montada por Lester Piggott, y Alex Greaves no mostró en ningún momento de la dura carrera menos competencia que sus colegas masculinos. De hecho, ya que de géneros venimos hablando, a mí lo que más me sorprendió fue ver a una yegua en el Derby. En los veintidós años que llevo asistiendo a la prueba sólo ha corrido otra, la gentil francesa Nobiliary, y sucedió precisamente en la primera de mis visitas a Epsom. Lo normal es que las yeguas opten por participar en el Oaks, la prueba clásica que se les reserva en la semana del Derby, y muchos creyeron que Nobiliary había desperdiciado tontamente su destacada posibilidad en esa carrera por competir con los machos. Para su sorpresa (no mía, que la aposté), Nobiliary quedó segunda en el Derby y sólo porque tropezó con un campeón de primera fila como Grundy: hubiera sido capaz de ganar por lo menos la mitad de los Derbies que luego he visto. La modesta Portuguese Lil no se parece a Nobiliary más que en el sexo, pero a lo largo de los años me he enamorado de muchas excelentes yeguas y las he visto doblegar a los mejores machos en las grandes carreras: Triptich, Dumferline, Time Charter, User Friendly... Y he oído hablar de otras casi míticas como Petite Étoile, Allez France o Dhalia. Pero, por encima de todo, hubiera querido ver correr a Sceptre.
Para llegar a viejo, Bertrand Russell recomendaba el difícil método de elegir bien a nuestros progenitores. Los caballos que quieran desarrollar al máximo sus méritos en la pista necesitarían algo no menos difícil: elegir bien a sus propietarios. Sin embargo, en ambos casos podría salir perjudicado un don más necesario que la longevidad y el triunfo, o sea, el cariño. El dueño de Sceptre, la hija de aquel gran Persimmon que ganó el Derby para el príncipe de Gales en 1896, fue Robert Standish Sievier, jugador, arribista y mujeriego. Amaba a su yegua con locura, pero de modo no menos delirante esperaba que Sceptre subvencionase victoriosamente todos sus caprichos. La yegua derrotó a los potros en las Dos Mil Guineas y trituró a sus congéneres en las Mil, a pesar de haber perdido una herradura en el poste de salida. Pocos días antes del Derby, Sceptre estaba algo coja, por lo que sólo pudo llegar la cuarta, pero, como 48 horas más tarde ganó con toda facilidad el Oaks, los maledicentes supusieron que Sievier la había hecho perder a propósito para hacerse rico apostando contra ella. Triste calumnia, porque el perdulario era capaz de ser infiel a cualquiera menos a su yegua. A partir de entonces, Sceptre corrió todo tipo de pruebas, largas o cortas, sana o lesionada, empujada por el frenesí de las deudas de su dueño. Ganó el St. Leger, la última clásica del calendario hípico, pero también perdió multitud de carreras inferiores. Y Sievier seguía perdiendo dinero con apuestas disparatadas y mujeres calculadoras. Finalmente llegó a lo más bajo: no le quedaba otro remedio que vender a Sceptre. Lo hizo por un precio altísimo, cuando podía suponerse que la yegua estaba ya acabada. Meses más tarde, en Kempton Park, Sievier se jugó todo lo que tenía a otro de sus caballos, Happy Slave, que no podía perder. Pero allí estaba también la indomable Sceptre, que tras una carrera de coraje inaudito
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