Privatizaciones: del Estado a los bancos
En los últimos tiempos estamos asistiendo a una ofensiva indiscriminada que, con mayor o menor énfasis, cuestiona la continuidad de todo lo público. El afán privatizador se extiende a casi todos los sectores económicos y multiplica sus efectos a través de los medios de comunicación. Lo público ha entrado en decadencia, y se tiene la impresión de que la sociedad española, o una parte influyente de ella, se ha convertido al ideario de Hayek -implacable exterminador de lo público- o de Margaret Thatcher que, como se sabe, llegó a sostener que todo, menos la seguridad ciudadana, es privatizable. De seguir con este ardor privatizador, no faltará algún ocurrente ciudadano que, influido por este ambiente, nos proponga la privatización del Museo del Prado o la estación de Atocha.Afortunadamente, el Gobierno de Aznar no va tan lejos, y su ansia privatizadora se limita a todas las empresas públicas y a algunos cuarteles del Ejército. Incluso ha configurado cuatro categorías de empresas, incluyendo en la última, las empresas en pérdidas, de difícil privatización, pero que se presentan como ejemplo de una deficiente gestión pública, lo que nadie discute. Se olvidan de mencionar, sin embargo, que la mayor parte de ellas son el resultado de una desafortunada gestión privada o, en su caso, de una incapacidad de previsión y adaptación a nuevos desarrollos tecnológicos y a procesos de sustitución diversos y complejos: Renfe fue una vieja herencia de ferrocarriles de propiedad y gestión privada (Compañía del Norte, MZA, etcétera), Hunosa se convirtió en empresa pública resultado de las cuantiosas pérdidas de una serie de empresas asturianas del carbón, Minas de Figaredo también tuvo la misma suerte, Astano pasó al INI porque sus pérdidas crecientes llevaban a la quiebra al propio Banco Pastor, Altos Hornos de Vizcaya -tras crear numerosos quebraderos de cabeza a la banca vasca- también desembocó con sus pérdidas en el sector público.
Y es que no todo es tan simple como acostumbran a presentarlo los manuales del liberalismo económico. Lo público no es deleznable por sí mismo, ni lo privado es la panacea que resuelve todos los problemas. Ni las empresas privadas son siempre eficaces, ni las públicas -desgraciadamente- se identifican con el interés general. Existen empresas públicas ineficientes, pero hay muchas empresas privadas que también lo son. Como señalara Adam Smith, el Estado tiene que intervenir no sólo en el ámbito de la seguridad ciudadana, la defensa, la política exterior o la justicia, sino también para hacer frente a los desastres, y hoy los desastres que producen las crisis económicas y la mala gestión privada -o pública- son mucho más importantes que los que se derivan de la madre naturaleza. No hay que esforzarse excesivamente para vaticinar que siempre que esté en peligro de quiebra una empresa con gran número de trabajadores el Estado -sea de cualquier signo- tendrá que hacer frente a la catástrofe.
Y si es innegable que existen empresas públicas mal gestionadas y con fuertes pérdidas, no es menos cierto que hay empresas públicas situadas en los lugares más destacados de la economía española.ENDESA, Repsol o Telefónica, entre otras, han registrado un espectacular crecimiento en los últimos años. Los datos que contiene el cuadro revelan la trascendencia que han alcanzado estas empresas, las primeras de nuestro país por cifra de ventas y, por lo que es más importante, por la cuantía de sus beneficios. Las tres empresas han contado con buenos gestores públicos, y pocas grandes empresas privadas -por no decir ninguna- pueden mostrar mejores resultados y estrategias.
Y, como puede observarse en el cuadro 2, el valor de la participación del Estado -sólo en las empresas que cotizan y en las cuales tiene más de medio millón de accionistas privados- se entrega el control de la gestión, es decir, el control de la empresa. Y ello es así porque, cuando se privatiza ese último tramo, desaparece el Estado como propietario y es sustituido por un grupo de intereses privados que, con desembolsos relativamente reducidos, asumen el control de la empresa. Esto les permite obtener un beneficio adicional como es el de controlar, con mínimos capitales propios, el máximo capital ajeno. Al privatizar totalmente, lo que se pretende, más que obtener recursos, es que "el Estado pierda el papel dominante en las empresas en las que participa" y se sustituya por varios, grupos financieros privados.
Con ello, eventualmente, se corre el riesgo de que los grandes grupos financieros se hagan con el control de las principales empresas públicas, lo que puede dar lugar a una excesiva concentración del poder y de las decisiones económicas, así como también a situaciones comprometidas como las que en el pasado han provocado numerosas entidades financieras con importantes intereses industriales o de servicios. La historia económica de este país está atestada de crisis financieras que tienen su origen en la ineficiente gestión de sus negocios industriales (Banesto, Urquijo, Banco Industrial de Cataluña-Banca Catalana, Banco de Granada, Bankunión). Por ello, son muchos los que piensan que los bancos deben centrar su actividad en la intermediación financiera y evitar una sobrecarga de riesgos que, con frecuencia, termina obligando a otras intervenciones del Estado, siempre al quite de los malos negocios bancarios.
Más importante si cabe que privatizar es desregular y despolitizar las empresas públicas y su ámbito de actuación. Y difícilmente se alcanzan esos objetivos cuando se opta, por ejemplo, por la fórmula del duopolio en lugar de liberalizar plenamente el sector de las telecomunicaciones siguiendo las directrices de la Unión Europea.
Esto no significa en modo alguno que no seamos partidarios de la continuidad de un proceso privatizador como el que se ha desarrollado hasta ahora. Sobre todo porque, en una economía desarrollada e integrada en la UE, hay pocos sectores estratégicos que justifiquen una presencia pública, y muchos servicios básicos pueden ser gestionados por la iniciativa privada con una regulación conveniente, supervisada por los poderes públicos. Pero sí disentimos de aquellos que, con la excusa del capitalismo popular, se prestan a facilitar un proceso de concentración del poder económico de tal magnitud que en la práctica suponga sustituir al Estado en estas grandes empresas públicas por dos grandes bancos. Ni ello es sinónimo de una mayor competencia, ni la sustitución del poder político por el poder bancario garantiza una mayor eficiencia, que es a lo que, en definitiva, aspiran los ciudadanos con sus empresas públicas.
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