¡Salvad al PSOE!
Cualquiera medianamente sensato tiene que experimentar una profunda angustia ante la situación del PSOE. No es la primera vez: ya en 1979, durante aquel psicodrama en que consistió su congreso, resultaba estremecedor constatar hasta qué punto una opción que tenía un porvenir brillante a medio plazo se empeñaba, por una sobrecarga ideológica entre pueril y provinciana, en encastillarse en posiciones que conducían al suicidio.Hoy sucede algo parecido con el agravante de que el paso del tiempo ha tenido como consecuencia un progresivo enroscamiento de la cuerda en el cuello. Una situación como aquella en que nos encontramos hoy no sólo libera al PP de oposición sino que avería el funcionamiento del conjunto de la democracia española. Una pieza sensible de la misma ha quedado pulverizada sin ventaja ni beneficio para nadie.
Alain Madelin ha escrito que durante años la factura falsa ha sido para los partidos políticos tan imprescindible como el aire para un humano. La pretensión de que los partidos, instrumentos de participación en democracia, se comporten de forma correcta a la hora de recurrir a la financiación de su funcionamiento o sus campañas ha sido vana. La imagen que resulta de sus comportamientos habituales es la de una excursión de colegiales que entran en un autoservicio de comidas y se sirven de todo, aunque se lo dejen, porque es gratis.
Muchas de las características de la financiación del PSOE han tenido paralelos en otras latitudes, en tiempos remotos o próximos. Como en la República romana, los más corruptos han sido los recién llegados y, como en tiempos recientes, la multiplicación y el encarecimiento de las campañas han sido argumentos para tolerar lo inaceptable. De la misma manera que otros partidos socialistas carentes de masas (como él francés) en un determinado momento se pasó del "bricolage" a las tramas de financiación de modo que la supuesta eficiencia recaudatoria con el paso del tiempo se convirtió en una pirámide de inmundicia. También en otras latitudes se ha producido lo que en España: a partir de un momento se ha dejado de considerar que la financiación de los partidos era materia en la que era mejor mirar a otro lado entre otros motivos porque la aparición de aguafiestas, travestidos de jueces y de periodistas, lo impedía. Pasar del radicalismo al mercado a veces induce a considerar éste como el Puerto de Arrebatacapas.
La diferencia en el caso del PSOE reside en una mezcla de prepotencia injustificada y de tardanza en la reacción acompañada de unas gotas de pura estupidez. La prepotencia es siempre insoportable, pero, además, transmite sensación de impunidad. Lo peor del caso es que así como en Italia no hubo alternativa política durante décadas en España era evidente que aparecería. Desde la primera respuesta parlamentaria de Guerra ante el caso de su hermano la reacción del PSOE ha sido tan sólo dilatoria. La UEFA en su día hizo primar la lógica deportiva sobre la jurídica al expulsar de su torneo, antes del juicio, a un equipo que sobornó a un árbitro. De un partido sería lógico esperar una reacción de este género. La tardanza, sin embargo, ha pasado a ser parálisis total. Rodeado de un ejército de mudos, el PSOE parece tener la pretensión de hacer creer una explicación absurda y. eso no es sólo estúpido sino que presume la estulticia del oyente.
El PSOE debe salvarse a sí mismo y sería excelente que lo lograra cuanto antes. Max Weber decía que el honor del líder político consiste en la capacidad de asumir la exclusiva responsabilidad personal. No parece, pues, que exista otra solución que un relevo general pastoreado por el principal activo del partido. En cuanto. a quienes están lejanos al socialismo lo que debiera pedírseles es una exquisita y preocupada actitud de no intervención como la de Suárez en 1979 (y la de Aznar ahora). En cambio, del "acuerdo de Estado" propuesto por Ansón tan sólo debiera tomarse en cuenta la voluntad de no regodearse en la situación y de ser generoso cuando concluya. El borrón y cuenta nueva no sería aceptable para la opinión pública 31 un consenso generalizado haría desaparecer el contraste de opiniones que caracteriza a una democracia. Además, ni siquiera con él se solucionarían muchos supuestos problemas, como el actual papel determinante de los nacionalismos.
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