Expediente Wells
Unos científicos americanos acaban de descubrir indicios de vida en Marte precisamente cuando se cumplen cincuenta años de la muerte de Herbert George Wells, que introdujo la sombra amenazadora de los marcianos en la imaginación universal. Poco antes, a comienzos de verano, se estrenó con enorme éxito Independence Day en todas las pantallas grandes, pequeñas y medianas de los USA. La película, dotada de un guión políticamente correcto y patrióticamente entusiasta de imbecilidad modélica, narra el catastrófico asalto de los marcianos al planeta Tierra -representado por su antonomasia, Estados Unidos- y su derrota final a manos del audaz líder que pernocta en la Casa Blanca. En la historia original, los invasores doblegaban todas las defensas humanas para perecer finalmente por obra de los humildes microbios que protegen nuestra atmósfera; Independence Day sustituye a los virus mefíticos por el presidente y los muchachos del Pentágono, con acierto irónico sin duda involuntario. Está visto que los yanquis, más infantilmente autoafirmativos cuanto más civilmente retrógrados, se han empeñado en reforzar el peor diagnóstico crítico de Vicente Verdú en su ensayo El planeta americano...He mencionado la historia original y será justo recordarla de nuevo. Los exegetas fílmicos de Independence Day han señalado como precedente La guerra de los mundos de George Pal (1953), por lo común sin decir que es abrumadoramente superior en emoción humana y originalidad visual a la película de hoy. Los más eruditos se han remontado al serial radiofónico del mismo título que causó un pánico famoso a finales de los años treinta y comenzó la merecida celebridad de Orson Welles. Pero no fue Welles sino Wells quien patentó esta fábula aterradora y el origen no está en una película ni en un guión radiofónico, sino en una novela genial publicada en 1897. Bertrand Russell elogió la maestría con que Wells describe en ella las reacciones de la multitud aterrada por el ataque de un enemigo aparentemente invulnerable dotado de armas de destrucción masiva: la huida ciega, el desesperado heroísmo, la quiebra de los valores convencionales y la rutina social, el refugio en la oración o la orgía, etcétera. ¡Todo esto, escrito a las puertas del siglo en el que había de escenificarse demasiadas veces esa tragedia aún inédita!
La guerra de los mundos pertenece a la primera hornada literaria de H. G. Wells, cuando con apenas treinta años escribió una rápida sucesión de maravillas que fascinó al público de la época: La máquina del tiempo, La isla del doctor Moreau, El hombre invisible (ensalzada por alguien tan reacio al encomio como VIadímir Nabokov), Los primeros hombres en la Luna, Cuando el durmiente despierta... No son ni mucho menos simple literatura de entretenimiento, aunque es difícil encontrar nada más entretenido. Para calibrar su rango basta compararlas con las novelas de Julio Verne, como hicieron los contemporáneos: él simpático romanticismo del francés inventa expediciones y aparatos que amplían las posibilidades de la aventura individual, mientras que Wells dedica su imaginación a pergeñar parábolas sociales complejas y temibles. A Veme le apasiona lo que los hombres pueden llegar a hacer con las cosas; Wells se interesa por lo que, a través de su dominio de las cosas, pueden hacerse unos a otros. Sea el viaje a la Luna, por ejemplo: el escritor francés dedica muchas ingeniosas páginas en De la Tierra a la Luna a describir el cañón gigante que disparará el proyectil tripulado hacia nuestro satélite y calcular su trayectoria, los efectos de la pérdida de la gravedad terrestre, etcétera, mientras que los protagonistas deben, contentarse con diseños arquetípicos y psicológicamente planos; en Los primeros hombres en la Luna, Wells no pierde el tiempo con minucias técnicas (postula una sustancia que repele la gravedad, la "favorita", tal como Cyrano dotó a su viajero de botellas llenas de rocío, que antaño se creía atraído por la Luna) para centrarse en un sombrío alegato anti-imperialista y en la cruel traición de una amistad. La generación que hoy se deleita con Expediente X debe saber que las fábulas críticas de Mulder y Scully provienen directamente del estilo con el que H. G. Wells abordó la ciencia-ficción.
Wells fue un gran novelista, a mi juicio uno de los mayores de la historia del género, y no sólo destacó en lo fantástico sino también por sus excelentes retratos de personajes de clase baja y media luchando por hallar acomodo modestamente feliz en la sociedad implacable que conocemos demasiado bien (Kipps, Mr. Polly, El amor y el señor Levisham, Tono Bungay ... ), así como en intentos de la siempre vidriosa novela "de ideas", algunos tan logrados como La investigación sublime. Pero él quería ser algo más que un novelista: un reformador social, un guía ideológico para la nueva era tecnológica y masificada que los hombres abordaban. En una palabra, un utopista. Como todos los miembros de este gremio enérgicamente pedagógico, sentía viva impaciencia por la abulia desordenada de los humanos, su cortedad de miras y la obtusa sumisión ante prejuicios del pasado. Provenía de un medio familiar muy humilde, era prácticamente autodidacta y estaba convencido de que la determinación personal, ilustrada por la ciencia y animada por el tesón, puede derrotar a las convenciones gregarias. De ahí que acometiese una serie de relatos ensayísticos sobre la organización deseable de la sociedad venidera. El primero de ellos y el que mejor resume el espinazo ideológico de toda su obra fue Anticipaciones, que apareció en 1901.
Según Wells, los reinos y democracias tradicionales estaban ya moribundos y era preciso trazar el perfil de la Nueva República que los sustituiría a escala mundial. Iba a estar dirigida por una nueva raza de hombres, unos samuráis (así los llamó luego, para, deleite de Galindo) sin escrúpulos burgueses, dispuestos a limitar las libertades públicas y acabar con el desorden reinante. La educación controlada dirigiría las mentes y la ingeniería social reforzaría la homogeneidad racial para hacer desaparecer las criaturas débiles, feas, perezosas o ineptas. Las razas inferiores -negros, amarillos y "esas termitas del mundo civilizado", los judíos- tendrían que dejar de procrear, por las buenas o por las malas. El suicidio de las personas presas de incurable melancolía o cualquier otra grave disfunción debería ser considerado como un gesto de altruismo social. "El mundo -subraya innecesariamente Wells- no es una institución caritativa": para que lo mejor de la civilización se salve y progrese, hay que sacrificar sin contemplaciones el resto. Anticipaciones fue acogido por el pensamiento avanzado de la época con entusiasmo o al menos reverencia. El fundador del socialismo fabiano, Sidney Webb, lo proclamó su libro favorito del año y Amold Bennett lo saludó con admiración levemente estremecida. Sólo algunos reaccionrios se atrevieron a disentir: el joven Chesterton consideró la obra " aterradora, incluso horripilante" y Conan Doyle, hablando por una vez también como médico, dijo que "cualquiera que sepa algo de ciencia y medicina sabe Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior que ese libro es basura mental; cualquiera que tenga humanidad sabe que es horrible". Décadas más tarde, Aldous Huxley escribió Un mundo feliz directamente contra otro de los proyectos futuristas de Wells, El alimento de los dioses. Quienes hoy deploran sentidamente el hundimiento de todas las utopías deberían recordar de vez en cuando la urdimbre inhumana con la que se tejieron los sueños radicales de este siglo...
En el cóctel ideológico de Wells se mezcla el marxismo elemental con el darwinismo y la eugenesia, pero probablemente lo que le hizo irresistible para tantos paladares de su tiempo fue otro ingrediente: la anticipación del impacto político y social de inventos apenas esbozados. Cuando el auto era poco más que una atracción de feria, escribió sobre anchas autopistas por las que circulaban enormes camiones transportando mercancias; antes de que los priméros aviones fueran una realidad efectiva, habló de la importancia de la aviación e hizo a sus samuráis aviadores como antaño otros dirigentes de élite fueron jinetes; en El mundo liberado, publicado en 1.914, describe el colapso del orden social a causa del uso de bombas atómicas en una guerra que comienza con la invasión de Francia por Alemania a través de Bélgica, y también que la invención de un motor atómico aumentará el paro de forma catastrófica allá por 19561 Años después, en La forma de las cosas que vendrán (1933), predice una guerra mundial que comenzará en 1939 y en la que Alemania e Italia conquistarán Europa occidental, mientras que la oriental se hace toda comunista; Japón seguirá intentando apoderarse de China y por ello se enfrentará a Estados Unidos en una batalla que perderá, etcétera. Paradójicamente, H. G. Wells tuvo a menudo más visión para el futuro que para el presente. De su visita a Stalin para hacerle una entrevista (publicada hace poco por el dominical de EL PAÍS), sacó esta impresión: "Nunca he hallado un hombre más cándido, limpio y honrado, y son estas cualidades, no algo ocultó y siniestro, lo que le garantiza su tremenda ascendencia indiscutida sobre Rusia".
En los años cuarenta, su magisterio ideológico había ya terminado. Durante los bombardeos alemanes se negó a abandonar su casa en el centro de Londres y desafió al destino en Hanover Terrace, tomando té y leyendo los periódicos. Pero estaba poseído por un pesimismo atroz. Sus últimos pensamientos aseguran que "nuestro universo está en total bancarrota: no deja ningún dividendo... Cualquier intento de trazar una línea de conducta es absolutamente fútil... Otras especies han acabado su historia con dignidad, amable y génerosamente, no como borrachos cobardes en un laberinto o como ratas en un saco. Pero es cuestión de predilección individual que cada cual debe resolver por sí mismo". El territorio del futuro, que tanto exploró, cerraba por derribo. Se le diagnosticó un cáncer. El 13 de agosto de 1946, sentado en la cama, pidió a la criada un pijama limpio. Cuando ella le preguntó si necesitaba algo más, repuso: "No, siga usted, tengo ya de todo". Media hora más tarde, Herbert George Wells, primer cronista de la guerra de los mundos, había pasado definitivamente a engrosar el parte de bajas.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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