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Reportaje:PLAZA MENOR

El dragón y la cruz

Como un ejemplo más del acendrado gusto por la paradoja que se cultiva en Madrid, en Puerta Cerrada no hay puerta ni cerramiento alguno, sino memoria de una de las principales entradas que hubo en la muralla. Cuando ésta fue derribada, el dramaturgo y fraile mercedario Tirso de Molina escribió: "Como Madrid está sin cerca, / a todos gustos da entrada; / nombre hay de Puerta Cerrada, / mas pásala quien se acerca".Antes de llamarse Puerta Cerrada fue Puerta del Dragón, o de la Culebra, por "el espantoso monstruo que tenía esculpido en la parte superior de su ornato", recuerda el cronista Pedro de Répide. La sierpe en cuestión le vino al pelo al maestro Juan López de, Hoyos, en su busca de heroicos antecedentes en la fundación de su querida villa de Madrid, para dictaminar que había sido puesta allí por los griegos, y buceando un poco mas en los meandros de su imaginación desbordada, adjudicársela al mismísimo Epaminondas, general beocio, compañero de armas de Pelópidas en su lucha por liberar a Tebas del yugo lacedemonio. Pelópidas, Epaminondas y lacedemonio son de esos nombres que gustan pronunciar con mucha prosopopeya los madrileños castizos, separando las sílabas para darle más énfasis y subyugar a la parroquia. Gracias a López de Hoyos, los castizos del foro podían pronunciar E-pami-non-das impunemente frente a los forasteros y comerles el tarro sobre las más que improbables correrías de los tebanos por la meseta central.

Pero ni el mismísimo Epaminondas ni su valedor López de Hoyos pudieron hacer nada por evitar que el municipio decidiera derribar la puerta y descabalgar su dragón en 1562 para ampliar el paso. Molesto con semejante desafuero, el insigne cronista cargó con la sierpe huérfana y se la llevó a su casa para poder seguir contándoles a sus visitantes las proezas de E-pa-mi-non-das y sus colegas beocios.La Puerta Cerrada, historias aparte, fue siempre un lugar de mala nota en cuyos recovecos acechaban salteadores y bandidos dispuestos a caer sobre los incautos viajeros que buscaban cobijo en sus murallas. La puerta en cuestión la describe así don Pascual Madoz, cronista insobornable y nada fantasioso: "Fue de entrada angosta, al principio derecha; hacia el medio formaba una vuelta en línea recta, y al fin otra para entrar en el pueblo, de manera que ni los de adentro podían ver a los de afuera ni viceversa". Mala de guardar, e inútil para las labores de vigilancia, la puerta fue clausurada, circunstancia de la que tomaría su nuevo nombre, y derribada por fin, quedando en su lugar una cruz de piedra que lograría sobrevivir al edicto de don José de Marquina, alcalde iconoclasta que mandó retirar todas las cruces de la ciudad aduciendo que con solución tan tajante se evitaría que fuesen objeto de profanaciones e irreverencias. Sus argumentos no convencieron a los devotos madrileños, que al día siguiente de la poda colocaron anónimamente un pasquín en la base de la cruz con esta sentencia: "¡Oh cruz fiel, oh cruz divina,/ que triunfaste del pérfido Marquina!".Aunque no se haga mención de ello ni en los anales ni en las gacetas municipales, hubo madrileños que pensaron que el dejar allí la cruz quizá tenía como objeto alejar de la zona a las pérfidas y legendarias "brujas de Puerta Cerrada" que compartieron con salteadores y merodeadores nocturnos los recovecos de la puerta durante los siglos XVI y XVII. Brujas que, como recuerda Federico Bravo Morata, sirvieron durante años para amedrentar a los niños díscolos y plagar de pesadillas sus sueños, seguramente con más efectividad que el polivalente y escurridizo coco o el anónimo hombre del saco. Las brujas madrileñas tenían domicilio fijo; por eso su conjuro sonaba mucho más efectivo. No es lo mismo decir "niño, que llamo al coco" que "ya verás como avise a las brujas de Puerta Cerrada, que viven ahí, a la vuelta de la esquina".

Por los alrededores de Puerta Cerrada siguieron merodeando brujas y pícaros, salteadores con licencia para enarbolar el trabuco de Luis Candelas con fines turísticos y atracadores embozados que acorralaban en cuadrillas a sus víctimas para desvalijarlas a punta de bandurria y golpe de pandereta. En esta encrucijada del cogollo urbano acamparon hasta hace poco rústicos y trajinantes, carreteros y buhoneros, viajeros de pocos medios y artistas bohemios. Posadas y mesones que aún conservan sus trazas primitivas se abren en la profundidad de las cavas con sonoros e históricos nombres de la gastronomía local, como Casa Botín o Casa Lucio.

En la misma Puerta Cerrada baja su toldo Casa Paco, honrada y justamente célebre taberna en cuyo comedor pueden degustarse las mejores carnes de la ciudad, desprovistas de adornos y camuflajes, generosamente servidas y regadas con recios y honestos caldos autóctonos. A su alrededor confluyen una docena de tascas y mesones gallegos, castellanos o andaluces con sus más variadas y apetitosas especialidades, aperitivo del largo rosario de establecimientos similares que se inicia en los alrededores de la plaza Mayor. Ésta era la famosa ruta de los mesones, donde los jóvenes aborígenes de la urbe, indómitos pero reprimidos por los censores de la moralidad pública, aprendían idiomas acosando con torpe verbo a las turistas francófonas o anglófonas y rasgueando desafinadas guitarras en sótanos húmedos. Su héroe emblemático sería "Pepe Rodríguez, el de la barba en flor", campeador cuya gesta narraba en uno de sus primeros discos Pablo Guerrero.

Hoy el cronista echa en falta en las medianerías de Puerta Cerrada la airosa y colorista figura del gallo carnicero obra de Alberto Corazón, borrada tras las protestas de los vecinos del inmueble a causa de las humedades que provocaba. De los tres murales de la plaza, todos del mismo artista, éste era el que más se había fijado en la retina de los madrileños, y el favorito de este cronista, que espera verle de nuevo con sus plumas y cacareando cuchilla en mano. Lo de las humedades no deja de tener su lógica: en otro de los murales de Puerta Cerrada se glosa el antiguo lema de la ciudad: "Fuí edificada sobre agua, mis muros de fuego son".

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