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Tribuna
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Falta de valor

Juan José Millás

Me encargaron un relato urbano para una revista de moda. Pregunté si podía introducir un 10% de materia campestre que me había sobrado del último cuento rural que escribí para una revista de gastronomía y me dijeron que no, que tenía que ser urbano al 100%. "Y ha de transcurrir en Madrid", añadieron. Esa noche, en la cama, imaginé un tipo que vivía en la plaza de Santo Domingo y que se pasaba la vida viendo entrar y salir a los coches del agujero del aparcamiento. Lo situé, para arrancar de algún modo, sentado a la mesa de su habitación, leyendo un libro sobre hormigas (urbanas, desde luego). Quizá fuera viernes por la noche, pues el ruido que subía desde la calle era excesivo y no le dejaba concentrarse en la lectura. Entonces se me ocurrió que se levantara de la silla, fuera a la ventana y viera entre los coches que entraban y salían ordenadamente del hormiguero de Santo Domingo algo atroz que no logré averiguar antes de dormirme.Al día siguiente me puse a trabajar temprano y la verdad es que iba todo bien hasta que escribí la siguiente frase: "Entonces se levantó y fue a la ventana". Se levantó y fue a la ventana, repetí para mí, qué agotador. ¿Cuántos personajes se habían levantado e ido a la ventana a lo largo de la historia de la literatura universal? Como en un relámpago, vi páginas de novelas realistas, naturalistas, existencialistas, experimentalistas; vi relatos clásicos, fantásticos, contemporáneos, buenos y malos en los que alguien se levantaba e iba a la ventana. El mío sería uno más. ¿Valía la pena engrosar ese ejército de personajes que se asoman a la ventana? Por otra parte, ¿a dónde se dirige la gente cuando se levanta de la silla? ¿No es más cierto que por lo general va a la cocina, al cuarto de baño o a hacer una llamada desde el teléfono del comedor?

Pero yo necesitaba misteriosamente que se dirigiera a la ventana. Albergaba el miedo supersticioso de que si lo obligaba a ir a otro lado no me saliera un cuento urbano ni madrileño al 100% y el redactor jefe de la revista de moda, que me recordaba a mi padre, se enfadara conmigo. Intenté salir de este estado de duda, pues no ignoraba que era un modo de boicotearme el trabajo, y escribí con decisión: "Se levantó y fue a la ventana". Inmediatamente, sentí un desaliento enorme, una sensación de pérdida de sentido. Me levanté, fui a la cocina, llené un vaso de agua y lo bebí a sorbos pequeños, como si tuviera hipo, para dilatar cuanto fuera posible el momento de regresar a la cuartilla.

Seguramente, pensé, existía una estadística de toda la gente que se ha asomado a la ventana desde que se inventara el relato urbano. Quizá sean sesenta millones o más. Si votaran, podrían ganar las elecciones en un país como Estados Unidos y gobernar asomados a la ventana, qué remedio. Los imaginé manifestándose en el interior de un grueso volumen del que al abrirse salía una gran ciudad, como en los libros troquelados de la infancia. Se dirigían a la plaza de Santo Domingo para corear consignas debajo de mi casa. La policía autorizaba a subir a dos representantes que me entregaban un escrito de protesta amenazándome con acciones más violentas si se me ocurría asomar a aquel personaje a la ventana.

-No cabemos -aseguraron.

-¿Qué hago con él entonces? -pregunté.

-Que encienda un cigarrillo -dijo el que llevaba la voz cantante.

Regresé a mi mesa de trabajo e intenté hacerle encender un cigarrillo, pero en seguida caí en el desaliento, pues era muy común que los personajes encendieran cigarrillos. Las novelas de este siglo estaban llenas de sujetos que encendían cigarrillos todo el rato. Yo mismo, que llevaba una semana sin fumar, busqué en el cajón y prendí uno medio seco para aliviar un poco la tensión. Pero como todos los personajes que fuman tarde o temprano se acercan a una ventana, en seguida, inconscientemente, me dirigí a la mía y estuve contemplando el aparcamiento de Santo Domingo sin advertir nada especialmente atroz, excepto el hecho mismo de haber realizado aquel gesto innecesario y, lo que es peor, rural, pues ya sólo en el campo se asoma la gente a la ventana, a menos que se vayan a tirar por ella. A mí, sin embargo, me faltó valor.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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