De cera y agua
El monumento madrileño a Cristóbal Colón no fue erigido por suscripción popular, sino a iniciativa de un restringido grupo de nobles y notables del reino. Como sus excelencias eran pocos y no andaban muy boyantes de numerario, o no tenían muchas ganas de hacer excesivos dispendios, el monumento les quedó algo cutre, con mucha filigrana pero de escasa alzada, una especie de pisapapeles que desmerecía de otros monumentos vecinos de la Castellana como la exuberante Cibeles o el macizo Castelar, cuyo monumento sí se debe a la suscripción popular. Desde que lo descentraron y enviaron a un altillo, cómo remate del Centro Cultural de la Villa, desmerece menos aunque sigue en ingrato contraste con las moles de piedra en las que Vaquero Turcios dejó grabado su homenaje al descubridor.La plaza de Colón ha sido objeto en su ajetreada existencia de toda clase de destrozos urbanísticos y paisajísticos hasta quedar así como paradigma de desaguisados y desbarajustes. Quizá empezó todo cuando la piqueta de la especulación inmobiliaria abatió, Franco reinante, el palacio de los Duques de Medinaceli. Recuerdo que un No-Do de la época presentaba a los alegres albañiles demoledores metiéndole pico a los frescos de los grandes salones mientras una enérgica voz en off daba vivas al progreso y a la modernidad. Para hacer sitio a los jardines del Descubrimiento, aparcamiento, centro cultural subterráneo y plaza pública, cayó también la Casa de la Moneda, caserón austero y vetusto y unos años más tarde, un poco más allá, brotarían las llamadas Torres de Jerez, que estuvieron a punto de ser las de Babel por los enredos judiciales de Rumasa y fueron, por fin, coronadas con ese aerodinámico enchufe verde bilis, interplanetario e interestelar que parece aguardar el aterrizaje triunfal de un reivindicado Ruiz-Mateos disfrazado de indomable Flash Gordon.
La plaza de Colón tiene su mendicante underground en el irredento paso subterráneo de la Castellana, el paso paralelo, del lado de Recoletos, anuncia ya las presuntas maravillas del Museo de Cera. El cronista no ha pisado jamás las instalaciones de ningún museo de cera. Si todos los museos están muertos, por muy de vanguardia que se proclamen ,los museos de cera están doblemente muertos, con sus criaturas doblemente embalsamadas y sus lúgubres mascarillas mortuorias. Pensándolo a fondo puede que esta fobia a Madame Tussaud y a sus colegas le venga al cronista de la aterradora experiencia que vivió en su infancia, cuando le llevaron a ver Los crímenes del museo de cera, además en relieve. Vincent Price conseguía un escalofriante realismo en sus figuras utilizando como base criaturas humanas embadurnadas con múltiples capas de cera hasta obtener el efecto requerido.
No pasaría una noche, ni un minuto en la cámara de los horrores de uno de estos museos como hicieron algunos audaces reporteros. Ni en la cámara de los horrores ni en ninguna otra cámara. Aunque a juzgar por las fotografías que promocionan la artística cerería de los bajos de Colón, la cámara más horrorosa de todas podría ser la que alberga una reunión imposible de intelectuales del 98, momificados en fantasmal asamblea. Para espeluznar más aún al cronista la publicidad anuncia personajes "casi vivos", "que se mueven y respiran". En los reclamos abundan los superlativos fastuosos, "un gran alarde de sonido hexafónico" acompaña un espectáculo "único": la historia de España en "multivisión", la "última Cena" o el "túnel del tiempo", que muestra el pasado y el presente y adelanta una visión del futuro que nos espera.
A las puertas del museo una gitana electrónica, un robot tragaperras, echa la buena ventura por 20 duros en dura competencia con una esfinge más o menos cibernética que cobra la misma tarifa. Competencia desleal para gitanas y esfinges de carne y hueso, impresentable intrusismo profesional tanto en el campo de la mendicidad como en el de la videncia.
El descenso a los horrores de la plaza de Colón no ha finalizado. Es el momento de acercarse a los entornos del Centro Cultural y subterráneo de la Villa, disimulado, como en una película de Tarzán, detrás de una gran cascada cuyo estrépito hace imposible la comunicación verbal de las ciudadanas y ciudadanos obligados a pasar tan dura prueba para acceder a las instalaciones del centro. El océano se derrama a los pies del almirante y la contumaz tortura acústica obliga a los usuarios del centro a desgañitarse frente a las taquillas, a hacer bocina con las manos sobre las orejas de sus acompañantes para decirles cualquier cosa. Un magnífico enclave para una conversación confidencial completamente a salvo de indiscretas escuchas telefónicas. Si el bramido cesara de pronto, los gritos de los transeúntes de este pasadizo subacuático se escucharían del otro lado de la plaza.
Hoy la cultura está representada en el centro cultural por la escultural Norma Duval, cultura física, danza moderadamente sensual, music-hall sin excesos eróticos ni despendoles verbales como corresponde al público de esta supervedete, musa de la derecha gobernante que hoy actúa en este centro municipal por norma del agradecido Ayuntamiento popular. En la otra sala se programa un ciclo de guitarra clásica, todo un descanso para los castigados oídos de los pasajeros del túnel sonoro.
El interior del Centro Cultural de la Villa parece aplastado por el pisapapeles de Colón y el peso de la plaza. Al cronista y a otros ciudadanos consultados en encuesta de urgencia, el interior del centro les produce claustrofobia, los techos les parecen demasiado bajos y no pueden evitar la impresión de sentirse en el interior de un submarino, impresión reforzada tras haber pasado bajo la cascada con su alarde de sonido "hexafónico".
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