El árbitro acabó con el partido
El Athletic logró la igualada con nueve jugadores
El fútbol es magnánimo, atenta en ocasiones contra la jerarquía y provoca la sorpresa, rinde culto al jugador desconocido cuando apaga a la estrella más luminosa y vivifica al currante cotidiano que engancha una tarde esplendorosa. Pero el fútbol no ha encontrado el antídoto contra el intruso. ¿Qué ocurre cuando el invitado (léase el árbitro) se pone soez, intratable y desagradable y acumula muestras de inadaptación y se empeña en dilapidar el festival con unos cuantos eruptos inaceptables? Entonces el fútbol se viste de negro, todo gira a su alrededor y el espectáculo es un agujero que se exhibe en función de la voluntad del invitado, convertido en insufrible anfitrión de un deporte que no es el suyo. José María García-Aranda no quería ser uno más. Al minuto dos enseñó sus credenciales señalando un penalti desde el medio campo en un forcejeo entre Correa y Lizarazu. El auditorio enmudeció. Quizá por ello, soliviantado por tamaña falta de atención, dos minutos después expulsó a Karanka por una entrada tardía en el medio campo. A partir de ahí la fiesta era suya, el fútbol era ya una cuestión ennegrecida, vulgar, absurda, recluida en el efecto de las decisiones del intruso y no en las evoluciones de los intérpretes.
La renta le hizo al Racing más conservador y al Athletic más alocado. Lo segundo era lógico, lo primero impensable. El Racing asumió el regalo sin inmutarse porque ni el penalti ni la expulsión alteraron sus planes. Impávido ante los acontecimientos mantuvo el esquema en espera de mayores regalos. Un mano a mano de Bestchastnykn con Etxeberría fue toda la prueba de su superioridad numérica y en el marcador. Su timidez agigantó al Athletic a pesar de que las desgracias no habían acabado.
Solventada la primera mitad con la discusión en tomo al intruso, José María García Aranda convirtió una entrada por detrás de Petkovic a Ziganda en falta del serbio y expulsión de Lizarazu. Cosas que pasan. Antes el Athletic se había cobrado un gol de Urzaiz a tono con la apatía racinguista a pesar de que el equipo de Marcos Alonso había obtenido el segundo gol en la reedición de los despistes rojiblancos.
El partido era un juicio alocado entre un equipo timorato y otro desquiciado y condenado a una actitud épica. Para colmo de males, el Athletic había perdido a Guerrero al borde del descanso. Con nueve jugadores sobre el campo el Athletic se aprestó a la heroicidad. A tono con la estética del encuentro el Racing se confiaba al árbitro y el Athletic a su historia. Un balón colgado al área racinguista tocó en la mano de un defensor y José María García-Aranda señaló el correspondiente penalti que Larrazábal convirtió en gol.
Entonces y sólo entonces el Racing leyó el partido. Con el intruso ya esquinado y un rival con nueve jugadores el empate era un resultado ofensivo para su actitud y su capacidad. El Racing buscó el partido, se abalanzó con toda la intensidad que le había faltado en el resto del choque. Su rectificación fue tan inútil como tardía. El Athletic consumó su gesta ante un Racing que pecó de humildad y frente a un árbitro que acabó con el espectáculo.
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