"No les des pescado, dales caña"
Desde que las leyes y normas que rigen la sociedad no son ya trascendentes ni reveladas, su legitimidad exige que sean, cuanto menos, viables. Pueden ser intrascendentes, pero no inconsistentes; pueden no ser universales, pero su aplicación general ha de ser posible y deseable.Pues bien, esto es lo que no son ni han sido muchas propuestas que se suponía debían transformar a los países pobres en países ricos, y que se formulaban bajo la manida enseña del "no les des pescado, enséñales a pescar". Es decir, no les ayudes, dales caña y dales cancha, modernízales, estimula su productividad y controla su natalidad de modo que lleguen a ser un día países desarrollados como los nuestros.
El hecho es, sin embargo, que el día en que todos los países se comportaran como países desarrollados es poco probable que pudiese seguir siéndolo ninguno: la cantidad de recursos explotados y de residuos generados transformaría el mundo en un desierto y el agotamiento de la biomasa sería una cuestión de meses. Parece así necesario que muchos jóvenes mueran de hambre en el mundo para que algunos puedan morir, ya viejos, de gota o de colesterol; es decir, de excesivo consumo de grasas o de proteínas. Como parece necesaria la "protección" frente a los tomates del Magreb o los tejidos de Taiwan para mantener los "precios de garantía" europeos y defender las conquistas sociales del Estado de bienestar.
Quizá ningún espectáculo político me ha chocado tanto como la sesión del Parlamento Europeo donde se adoptó una resolución que invertía literalmente la parábola del pescador y el pescado antes citada. Se trataba de no permitir la importación de plátanos centroamericanos a Europa y de compensar a estos países con fondos de ayuda al Tercer Mundo por la exacta cantidad que perdían al no poder vendemos sus productos.
El mecanismo de esta y otras resoluciones parecidas no puede estar más claro. Se trata de darles pescado para pedirles que no pesquen; de comprar su silencio para no tener que comprarles sus frutos; de mantenerlos en la dependencia para evitar su competencia. En resumen: algo así como cortarles las piernas para ofrecerles en su lugar, y como compensación, un magnífico aparato ortopédíco.
A menudo se busca incluso una legitimación "moral" para tales procedimientos. Se trata, nos dicen, de evitar el "dumping social" basado en la explotación inhumana de mujeres y niños. O sea, que de repente Europa comienza a preocuparse seriamente por la salud y el bienestar de la fuerza de trabajo en, digamos, las Filipinas, e incluso les regala programas de planificación familiar para que no se reproduzcan tanto. ¡Como si la natalidad de los 1.000 millones que consumen el 13% de los recursos mundiales fuera más peligrosa que la dieta hipercalórica y la comodidad del 20% que consume el 80% de tales recursos! ¡Como si la planificación demográfica fuera la buena nueva que viene a tornar el relevo de la planificación económica, hoy en vías de desregulación!
Vemos así a los ricos, para quienes los hijos entran en el capítulo de "costes", enseñando cómo deben reproducirse a los pobres, para quienes la prole es a menudo su único recurso e inversión (de ahí precisamente venía el nombre de prole-tario). Pues resulta que la reproducción prolífica y acelerada (lo que los etólogos llaman la estrategia r, frente a la estrategia K de los predadores) es el comportamiento más "racional" y que mejor asegura la sobrevivencia tanto entre las presas del mundo animal como entre los pobres del mundo humano. Esto es algo perfectamente conocido, y sólo se pemiten olvidarlo quienes, como el capital occidental o el Estado chino, están por encima del concreto problema de sobrevivir en condiciones límite.
Cierto que la sobrepoblación y la sobreexplotación de los recursos en los países pobres es también un peligro para la estabilidad global y su desarrollo sostenible. La extrema pobreza conduce a la desertificación "haitiana", sin duda. Pero resulta que la extrema riqueza conduce igualmente, aunque por otros caminos, a la deforestación "canadiense". La primera no puede permitirse esperar la reposición de la madera: la necesita para cocinar en una economía paupérrima que acaba sacrificando su propio hábitat y paisaje. A la segunda, la canadiense, no le concierne propiamente este paisaje: sus operadores son multinacionales que no viven ni han de quedarse en el entorno de desolación que dejan tras de sí, y donde sólo seguirán viviendo, mientras resistan, los indígenas de islas como la Vancouver originaria.
Es decir, unos no pueden respetar su entorno para comer hoy; los otros no les importa respetarlo para mantener su tasa de beneficio hasta pasado mañana. Y lo que ambas situaciones vienen a enseñamos es que tamañas desigualdades -el 20% más rico de la Tierra controlando el 80% de la renta disponible, una diferencia de ingresos que casi se ha triplicado desde 1960- están dejando de ser sólo un escándalo moral para convertirse en un peligro ecológico y en una hipócrita teoría con la que pretendemos que la solución para el Tercer Mundo consistiría en que éste adoptara un modelo cuya propia generalización no haría sino provocar el colapso de todos. Esta es, por otra parte, la definición misma que daba Kant de una mala norma: aquella que no puede hacerse universal sin generar mayores males de los que nos viene a proteger.
Pero si este modelo económico no es generalizable, tampoco lo era el modelo político que se impuso en su día a muchos países colonizados, y que no ha hecho sino atizar los fundamentalismos y luchas tribales que tanto nos escandalizan. Este modelo político era el de un Estado, primero, mimético respecto de la ex metrópolis; luego, instrumental (es conocido el estilo de las instrucciones diplomáticas de Le Foch-Pringent: "Mantener el equilibrio Savimbi-Dos Santos en Angola para que no gane ni uno ni otro, forzar la elección del 'amigo' Pascal Lissouba en Congo, favorecer el régimen 'francófilo' en Siria", etcétera), y, por fin, títere de los intereses de uno u otro lado en la guerra fría. Todo ello condujo, por un lado, a segmentar el territorio con criterios geométricos o geoestratégicos que venían a romper las tradiciones políticas y legales de aquellos países: las asambleas de ancianos, las reglas de la hospitalidad, el sistema de intercambio entre estirpes o clanes, las luchas de prestigio, las reglas de espaciamiento, etcétera. Esto por un lado. Por otro, se optó por decretar Estados sobre territorios sin sociedad civil donde sólo podían mantenerse sobre dos pilares: el militarismo para vertebrar una artificiosa unidad y el caciquismo para sostener una corrupta cohesión. De ahí, claro está, la transformación de los jefes de clan en "señores de la guerra" y de los conflictos tribales más o menos homeostáticos en guerras étnicas y genocidios sistemáticos.
No se trata, en fin, de cantar las virtudes del relativismo político-cultural que considera la infibulación o la lapidación como un patrimonio cultural irrenunciable. Ni de dudar tampoco de que la democracia formal es buena para todo el mundo -y cuanto más formal, mejor-. Pero sí de denunciar el absolutismo colonial que impuso al Tercer Mundo los más barrocos modelos del Estado metropolitano y que pretende aún seguir exportando hoy las prácticas de un Estado de bienestar, cuya generalización provocaría su propio colapso. ¡Ay de nosotros el día que tuviéramos que comernos los peces que ellos aprendieran a pescar o los residuos que empezaran a generar!
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