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Hacia arriba

Llegó la astronave Pathfinder al planeta Marte (con su pequeño diablo, el todoterreno Sojourner), y en Madrid, entretanto, un grupo de místicos se preparaba para celebrar el 50º aniversario del llamado caso Roswell. Este membrete alude a un suceso ocurrido en 1947 (cuentan que un ovni se estrelló en. dicha localidad norteamericana y que a sus tripulantes se les practicó la autopsia), pero yo no estaba allí, de manera que no puedo pronunciarme al respecto. Sea como sea, aquellos místicos sí creían, y, acordaron reunirse el domingo 6 de julio en el parque Tierno Galván para rendir honores al acontecimiento. De madrugada, por supuesto.Hacia frío, pese a julio, y bastante viento, y, por si esto fuera poco, la reunión no respondió a lo esperado. Y no precisamente por falta de empuje entre los congregados, sino porque las aspiraciones de la organización eran altísimas: se trataba de enlazar con fuerzas o presencias extraterrestres, y tal empresa, hoy por hoy, escapa al manejo humano. Estar, tienen que estar los alienígenas, pero basta echar un vistazo al firmamento para comprender que allí las distancias se revuelven sin piedad hacia quienes pretenden medirlas. No hay manera, siquiera, de buscarles contorno.

Las circunstancias se nos escapan porque somos lentos, todavía muy lentos, como el transcurrir de los milenios, y las ecuaciones sólo nos sirven para presentir la magnitud de lo que hay fuera. Cierto es que sólo en nuestra galaxia quizá convivan 100.000 millones de sistemas planetarios, y el dato anima, pero no es menos cierto que las probabilidades de encontrarnos unos con otros son verdaderamente diminutas. En consecuencia, uno se siente idiota mirando hacia el cielo, con la miel en los labios y dejándose arrastrar por la idea de que quizá el hombre no debiera haber inventado el telescopio.

No quiero desmoralizar a nadie, desde luego, y mucho menos a unas personas que se atreven a soñar en público lo que otros anhelamos en privado, pero me temo que invocar a las estrellas es una llamada sin fondo. Y una espiral: unos, aquí, aguardando un gesto cósmico de seres, lejanos, y otros, un poco más allá, pisando el suelo de Marte. Y, por cierto, que el todoterreno éste, el Sojourner, debe, ser un pillastre de cuidado, un chulito de piscina. Lo diseñó una ingeniera a la que no permitieron ser astronauta (por carecer de barba y cataplines), y ahora el chavalín se le ha ido a Marte de explorador.

Sojourner es pequeñajo, un poco ratón, y sus pasos siempre son dirigidos a distancia. Su situación me recuerda (entre ingenieros anda el juego) a la de cierto sujeto que ahora.... pero no, no es eso lo que iba a decir: iba a decir que fue en Robledo de Chavela donde se recibieron por primera vez sus imágenes, añadiendo a la par que la Comunidad de Madrid es uno de los lugares mejor preparados del mundo para tratar estos asuntos, porque disponemos de tres estaciones de control y seguimiento espacial. A saber: la Estación de Seguimiento y Adquisición de Datos de la NASA (Robledo de Chavela), la Estación de Seguimiento de la Agencia Espacial Europea (Villafranca del Castillo en Villanueva de la Cañada) y el Centro de Control y Seguimiento de Hispasat (Arganda del Rey). Dicho sea sin presumir.

Y, no obstante este amor (una expresión extraña, pero creo que correcta), hay que andarse con tiento: tengo mis propias ideas sobre el Universo y sospecho que las estrellas, no siempre son lo que parecen; no siempre se dejan querer; nos rehúyen, tal vez porque no creen en nosotros, y además son unas brutas llenas de fuego y de chispazos. Ni aunque nos presentaran formalmente, se dejarían tocar. Los científicos estudian a fondo el asunto y quizá yo pueda, darles una pista: es un problema de temperatura.

Ellas están terriblemente calientes, asexualmente calientes, para más señas, y eso se debe a que han dejado de vivir, aunque no estén muertas. Y toda esta melancolía, en fin, para decir que por aquí existe mucha querencia a lo de arriba, y. también que Marte nos ha tocado los dedos, y no, viceversa, como suponen algunos.

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