El arca perdida
En carta publicada por El País Madrid el pasado 7 de julio (San Castorio, San Nicostrato y San Odón, trágate el sapo, Fermín), el señor Ángel G. Montes, de 75 años, se preguntaba por un tesoro escondido -en el parque del Retiro- del que oyó hablar en sus años mozos. Solicitaba datos, tocar el pasado, información sobre aquel asunto, y lo hacía recurriendo a la nostalgia, mi tema favorito. De manera que aquí estoy, ocupando un folio y medio, sin grandes respuestas, por desgracia, pero presto a compartir con él sus cuitas.Estudiemos el caso: dicho tesoro (definitivamente, doy por hecho que existe) hubo de ser enterrado con prisas y en circunstancias especiales, como se entierran los tesoros, y en su momento debió tener carácter oficial, ya que -según nos cuenta el señor G. Montes- los rumores de la época lo relacionaban con "... un legado real procedente de América, que se perdió"'. De acuerdo en todo, menos en lo último: no creo que se perdiera. Y digo esto porque yo entiendo bastante de piratas y sé que ellos no incurren en tales torpezas. Los piratas son capaces de hundir sus barcos tras una borrachera, pueden dejar escapar a un rehén, pueden jugarse el honor por una dama, e incluso pueden ser robados por otros piratas, pero nunca pierden nada, y menos un tesoro, debido a que siempre toman la precaución de hacer un plano. Lo sabe todo el mundo.
Sin embargo, sí hay otros puntos de interés e intrigantes en esta . historia magnífica. Un tesoro serio, de entrada, no cabe en una hucha, en un joyero o en una cajita de caudales. Pasa lo suyo, y, como mínimo, ha de ser guardado en un cofre o arqueta. En consecuencia, es lógico suponer que al menos dos o tres personas participaron en su transporte y ocultación; y resulta que ninguna de ellas volvió a desenterrarlo. Es posible que todos los implicados, sin excepción, y por alguna razón importante, sufrieran un contratiempo conjunto que se lo impidiera. Es posible que nunca, ninguno de ellos, revelase el secreto a nadie. Es posible esto y mucho más, pero no cabe duda de que un fluido espeso flota sobre el caso. Y también extraña, por otra parte, que fueran a enterrarlo precisamente en el parque del Retiro, en el centro de España, como quien dice, cuando lo propio hubiera sido' ocultarlo en un lugar próximo a la costa.
Tenemos, pues, un tesoro, sin especificar, pero probablemente muy copioso; tenemos también un enterramiento apresurado, y tenemos una idea de la zona donde puede estar oculto: el Retiro. ¿Qué nos queda por saber? Todo, en realidad; todo lo que preguntaba este buen señor, ya que mis pesquisas han fracasado con estrépito. He indagado un poco por ahí, he hojeado varios libros, he preguntado a personas que pudieran tener información al respecto, y aunque no he sacado nada en claro, algo cierto sí debe haber en la historia, porque de vez en cuando la gente se ha quedado pensativa, ha fruncido el entrecejo y ha buscado un puntito de luz en su memoria. Otros, sin embargo, no recuerdan nada y se han cachondeado de mí sin misericordia. No creían en tesoros escondidos.
La investigación se complicaba tanto, en suma, que sólo tuve dos caminos: continuar investigando durante años y años, o responder al señor G. Montes con la mayor rapidez. Y como yo investigo muy mal, he optado por lo segundo: tratar el asunto en plan solidario. Porque me encantan los asuntos turbios, las leyendas, y todavía más si son inconclusas.
Sin embargo, señor G. Montes, he de reconvenirle en un punto: ¿cómo se le ha ocurrido a usted, aunque sea refiriéndose a otra época, aludir públicamente a la posibilidad de abrir un túnel entre Antonio Maura y Sainz de Baranda? Esperemos que el contenido de su carta no haya llegado a oídos de nuestro alcalde, porque de ser así todos los madrileños pagaremos el pato. Él no lo hace con mala intención, pero los túneles le trastornan, le encandilan de un modo sobrenatural, y por cierto que resulta peligroso darle ideas al respecto. Cuidado, por tanto, señor G. Montes: me cae usted muy bien, y le deseo lo mejor. Atentamente.
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