Un punto de vista común
Hay dos concepciones posibles de la relación entre democracia y territorio:1. La cantidad de poder democrático en un determinado periodo y para una determinada población es un quantum fijo: si lo distribuimos hacia abajo lo perdemos para el nivel de arriba.
2. La legitimidad del poder lejano o superior aumenta con la dejación o devolución de competencias hacia los niveles de abajo o más próximos, y por tanto el primero no pierde lo que los segundos ganan.
Las dos concepciones pueden coexistir y ser compatibles, pero en un momento dado, de las dos, una será dominante.
En el primer marco conceptual se sitúan formalmente por igual el centralismo de Estado -sea éste plurinacional o no- y el nacionalismo estatista de las unidades subestatales. Este último quiere evitar a toda costa tanto el centralismo de arriba como la descentralización hacia abajo, hacia las ciudades, municipios y comarcas. Lo importante es concentrar tanto poder como sea posible en el único nivel realmente significativo, que es el nivel nacional. Lo que distingue a los centralistas estatales de los nacionalistas estatistas de las autonomías -y no poco- es la materia, es decir, cuál sea la nación: el Estado unitario o la autonomía singular. En España es evidente que la cuestión sigue siendo ésta.
En el segundo marco conceptual, que es el propio de los federalistas y subsidiaristas, se supone que es tan importante la calidad del poder como la cantidad, y la calidad depende de la distancia desde la que se ejerce ese poder (subsidiaristas) y del grado del consenso o pacto con que se configura (federalistas). Sin duda, el foedus o pacto político construye la legitimidad desde abajo hacia arriba, y por tanto no es indiferente -aunque no sea idéntico- al principio subsidiario, en virtud del cual todo debe hacerse tan cerca como sea posible del ciudadano (como establece el preámbulo del Tratado de Maastricht). Distancia y dirección de la delegación o atribución de poder en que consisten los procesos de representación política tienen seguramente algo que ver, aun no siendo exactamente lo mismo.
Tanto el principio subsidiario como el federal, presentes ambos en distintos grados en la socialdemocracia y la cristianodemocracia europeas, rechazan la idea de que la voluntad mayoritaria sea condición suficiente de un sistema justo y participado. La mitad más uno puede oprimir a la mitad menos uno, si no se definen y defienden los derechos de las minorías. Algunos son refractarios a la idea de poner los derechos de las minorías en el mismo plano que los de las mayorías. (He dicho "poner en el mismo plano" derechos de minorías y mayorías, cosa que defiendo, y no "darles el mismo valor", lo cual no tendría ningún sentido).
Si quienes eso piensan son centralistas, lo hacen por falta de interés hacia las realidades complejas en que consiste el Estado, sobre todo si es un Estado plurinacional. Si son nacionalistas anticentralistas, lo hacen por no tener otro interés que el de sustituir una nación por otra, la superior y dominante por la inferior y dominada, y por suponer que la misma teoría política es aplicable a la una y la otra. Y no lo es.
Está en la naturaleza de las personas y los colectivos que uno quisiera para sí lo que los demás le han negado injustamente y que lo quiera exactamente como los demás lo tienen. Sin embargo, está en la naturaleza de las cosas que en la transferencia de unas personas o colectivos a otros las relaciones cambien de carácter; para empezar, si hay transferencia hay modificación en la relación de dominación y por tanto en el carácter ajeno con que uno y otro colectivo se percibían mutuamente. No ver esto es negarse -a reconocer la posibilidad de cambio y de solución pacífica de los conflictos entre identidades distintas.
¿No deberíamos saber ya, después de lo que hemos visto en Bosnia y en el Ulster, en Jerusalén, en Chechenia y en Ruanda, que lo que hay que buscar y se puede obtener no es finalmente nunca una completa reversión de la situación de dominación existente (ésa que nos sale del alma exigir, pero que no llegará a existir tal cual), sino un nuevo tipo de relación aparentemente imperfecta pero que deja que el tiempo pase y ejerza sus efectos balsámicos? ¿Esa relación imperfecta no obtiene del hecho de nacer de un acuerdo entre las partes en juego su primera credencial de futuro?
Pero vamos al aparente meollo de la cuestión. ¿No es cierto que España es un Estado plurinacional? Lo es. ¿No es cierto que sus autonomías son algunas regionales y otras nacionales? Lo es. ¿No es también cierto que la Constitución habría hecho santamente diciendo cuáles son unas y otras? Habría hecho santamente si la Constitución se hubiera hecho hoy, pero en 1978 no se hubiera aprobado, y si se hubiera aprobado en esos términos los constituyentes no habrían salido indemnes del edificio de la Carrera de San Jerónimo. Cito de segunda mano una referencia utilizada en un artículo reciente sobre estas cuestiones: decía Napoleón que las constituciones, mejor breves y oscuras.
Se trata ahora de cómo interpretar la Constitución o de cómo modificarla, dadas las nuevas circunstancias -el paso del tiempo ya transcurrido, el efecto benéfico de una prolongada relación de tú a tú entre unos y otros, el crecimiento en los hechos y las conciencias de la plurinacionalidad hasta ahora negada u oscurecida-, para dar el paso a un nuevo estadio en que no se trate de "salvar España" (¡de nuevo!) o de "independizarse de España" (¡otra vez!), sino de atreverse por fin a crear algo distinto.
Ese "algo distinto" (o "Cosa 2", como llaman en Italia a lo que están inventando a partir del Olivo primigenio) no debería rechazar la posibilidad de aliar el sentimiento con la razón -si se me permite la petulancia- Sentimiento: he nacido donde he nacido, mi lengua es mi lengua, me apetece vivir con los míos y definir con ellos mi ciudad, mi país, mi Estado, Razón: en un mundo global, ser pequeño es mala cosa, o es buena pero peligrosa y, además, qué caramba, ¿quién distingue ya tajantemente a unos de otros; no es cierto que la mayoría de los catalanes tenemos sangre, nombres y afectos de más allá del Ebro y viceversa? ¿No lo es que muchos catalanes viven en Madrid de forma prolongada o permanente y que Madrid y en general España son "nuestro mercado", sea cultural, sea financiero sea afectivo, y que cada vez sor más los castellanos y españoles en general que vienen a Cataluña como a su casa pero con curiosidad y respeto por lo diferencial?
¿No es hora ya de plantearse estas cosas desde el afecto y la sana competencia entre empresas, ciudadanos y culturas masivas y no ya entre élites, como fue el caso en el 98 del siglo pasado, en la Generación del 27, durante la República o incluso durante el mitificado antifranquismo que tanto nos unió a unos cuantos?
Buena parte de las reservas que dividen a unos catalanistas de otros provienen hoy de que compartiendo unos y otros el argumento cordial y el racional no se ponen de acuerdo sobre el grado de correspondencia que hay que exigir de una contraparte castellana que no ha sido educada por la vida en la comprensión de la pluralidad de España, sino mecida en el arrullo de la cancioncilla unitaria y del chiste fácil, en el nacionalismo bobo que ve todo nacionalismo como una exageracion... excepto el propio, que es tan natural e inconsciente como la prosa del burgués gentilhombre de Molière o el francés de los niños de Francia.
Pues bien, la, historia común de un país formado por gentes de distinta "nación", de cimientos diversos, pero que se respetan, debiera permitirnos adoptar un punto de vista cada vez más común, no ignorante de las diferencias pero sí consciente del terreno compartido.
Me imagino que por ahí debería ir el esfuerzo de los catalanistas que insisten en que lo importante no es tanto lo que decimos como la forma en que lo decimos, el punto de vista más que la vista. De acuerdo, es ahí adonde voy: lo importante es imponernos un punto de vista, un lugar de observación, que siendo rico en referencias propias y en datos sobre lo que realmente ocurrió, sea sin embargo compartible por otros que partan de otras referencias y de otros datos, o incluso de datos equivocados.
Lo malo es que, como he descubier to recientemente por un artículo de Sempronio, Amadeu Vives, el autor de L'emigrant, una de las canciones candidatas a resumir el espíritu catalán con más probabilidades de éxito popular, fue también autor de un casi-himno de Madrid y que Emili Vendrell, intérprete clásico de L'emigrant, cantó más de 1.100 veces la zarzuela de Vives que contiene ese himno: Doña Francisquita. Sin embargo, pasó lo que pasó, la guerra hizo lo que hizo, el conde de Mayalde se fue a París a traer a Lluís Companys, el último presidente de la Generalitat antes de Tarradellas, y Franco le hizo fusilar en Montjuïc el 15 de octubre de 1940. Tres meses más tarde nacía en el barrio de Sant Gervasi (Barcelona) el que esto os cuenta, con ánimo confiado, a pesar de todo. El mismo que hace poco ha leído en el diario Avui un bello y polémico artículo de Anasagasti sobre Cataluña y Euskadi. Polémico pero perfectamente legítimo si hemos de admitir que Cataluña somos todos, y Castilla también, y que España sólo saldrá adelante si nos vamos diciendo educadamente las cosas que pensamos y sobre todo si adoptamos un punto de vista no excluyente.
Anasagasti, sagaz, ha calculado que un concierto catalán similar al vasco representaría 175.000 millones de pesetas más para nuestra comunidad autónoma; es decir, exactamente lo que la Generalitat reclama como déficit, mientras que el sistema actual se traduce en que Andalucía (por ejemplo) tiene 1.000 kilómetros de autopistas libres de peaje contra los 1.000 de peaje que tiene Cataluña, con el doble de coches en esta comunidad. Cuando habla de Asturias y el precio de su carbón, y de lo mucho que les cuesta a los vascos, aun no diciendo nada que no hubieran dicho los liberales exportadores valencianos cuando los proteccionistas catalanes del XIX pedían aranceles, o bien nada que no hubieran dicho los mismos industriales catalanes en los años cincuenta cuando Franco les obligaba a comprar algodón del Plan Badajoz, Anasagasti, digo, se equivoca en el tono: hay que saber con quién se va a Europa y a la economía global, no sólo adónde se va. Y que el millón de extremeños que ya no viven en Extremadura, sino en Cataluña, en Madrid o en Euskadi, no se fueron sólo porque los extremeños poderosos no les supieron dar trabajo y salario adecuado, sino porque en su lucha por ser alguien encontraron en Cataluña, Madrid, y Euskadi una demanda equivalente a su oferta, una necesidad que ellos podían satisfacer.
No tenemos derecho a hablar de las regiones españolas como algo extraño a lo que ahora somos, vascos y catalanes. Ni tampoco como condiscípulos sin los cuales nuestra clase iría mejor; iría peor; es más, no habría llegado adonde hemos llegado.
Sigamos con lo de la construcción de ese punto de vista común, ese lugar de observación suficientemente amplio y diverso. Parece que a lo largo del último siglo y medio lo hemos construido y luego arruinado varias veces. Es un problema en gran parte de lenguaje, de lenguaje común, de lo difícil que es crearlo.
Hace poco recordé públicamente lo mucho que me sorprendió el lenguaje de Felipe González cuando empezó, en 1974-1975. Conté que, acostumbrado a la jerga de la clandestinidad, aquel lenguaje sencillo y poético, andaluz ("una mano por el suelo y otra por el cielo"), me pareció dirigido a otros, no sólo a los valerosos luchadores por la democracia que éramos nosotros, hijos de republicanos, sino también a los hijos de la Guardia Civil. Y que por eso -luego se vio- González había ganado: había construido un lenguaje común. Un punto de vista común para, desde él, ver las diferencias. Eso es lo que hace falta. Ese lenguaje nuevo siempre sorprende cuando aparece a los que lo saben todo, y luego se vuelve de lo más natural.
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