Mario Camus sostiene con cimientos de hierro un frágil castillo argumental de naipes
Contrasta 'El color de las nubes' con el insostenible filme francés de Xavier Durringer
A la única película española en concurso, El color de las nubes, sólo desde la ceguera puede negársele el alarde de buen oficio de dirección- creación de tiempos e interrelaciones de espacios y de rostros- que lleva dentro. Mario Camus sostiene con firmeza una trama argumental bastante compleja, pero frágil; de esas que un simple soplo de inexperiencia detrás de la cámara puede derruir como un castillo de naipes. Pero incluso cuando es amenazada por algún desfallecimiento, la seguridad de su realizador logra reanimarla y hacerle reanudar el vuelo, un sutil vuelo de enlace entre el oficio y el talento, lo que es signo inequívoco -situado, más allá de la opinión, en el terreno de la evidencia- de buen cine.
Todo lo contrario ocurre con la película francesa -ante ella había expectación, por la buena acogida que acaba de tener en su país- Yo iré al paraíso, porque el infierno está aquí. Arranca pronto y con precisión. Le bastan a su director, Xavier Durringer, entre cinco y diez minutos para sumergirnos en el frenético remolino de una vendetta mafiosa sin barreras de contención:; violencia total, desatada, que Durringer mantiene hacia arriba, en progresión sostenida, durante una hora larga de vertiginosa cadencia secuencial, hasta que de pronto, por las buenas, llega la intromisión de un personaje aplacador, portador de paz y construido sin pies ni cabeza, lo que le convierte en una presencia arbitraria en medio de una concatenación con pretensiones de necesaria.Y lo que ascendía, comienza sin causa a bajar, a caer, cosa que en la dinámica de un relato de acción policiaca equivale a degradarse y hacemos entrar a sus receptores en la decepcionante trampa de un thriller gatillazo, un estrepitoso derrumbe provocado por un olvido completamente suicida de los códigos inesquivables del oficio de construir películas. Durringer nos embarca en Pulp fiction y nos desembarca en La señora de Fátima, nos monta en una escalada hacia un degolladero para a mitad de camino hacer desviarse el burro a una catequesis. Pero en las reglas del oficio del cine se paga caro -el espectador se sale de la película y no vuelve a entrar- convertir la salsa de tomate en agua bendita o apagar lo brutal con lo eclesial.
Ningún candoroso giro imposible hay en El color de las nubes. Sin escaladas urgentes y temerarias hacia la violencia y la crispación, con minuciosa fidelidad de cada instante creado a lo creado por el instante que le precede, Mario Camus recompone paciente y serenamente en la pantalla el frágil contrapunto del guión -suyo y de Miguel Rubio- de El color de las nubes, y la película que deduce de él se cierra, sin salirse por ninguna tangente, sobre el tiempo introceable que promete ser y que acaba siendo.
Exhibición de talento
El oficio de construir películas no es un sustituto mecánico o un sucedáneo del talento de concebirlas y crearlas: es el conocimiento y el dominio de los caminos que conducen a una imagen desde una pantalla interior, personal, mental; a una pantalla exterior, colectiva, material. De ahí que el derroche de oficio que se percibe dentro de las elaboradísimas tripas de las dos horas de recorrido de El color de las nubes es indiscutiblemente una exhibición de talento. Se percibe tanto más este talento cuanto más en peligro vemos la exactitud de ese recorrido del filme. Por ejemplo, en la escena ante una cámara de la televisión -un vulgar e inoportuno chiste progre- entre los papás y el niño fugado, de su custodia, las alarmas del espectador brincan: "Esto se viene abajo". Pero es sólo un fugaz instante -y hay varios más, por desgracia- desafortunado. Pasa esa ráfaga de tosco seudocine de denuncia y el hilo del continuo lírico o alguna nueva angulación del retablo de escenarios y personajes que componen a la perfección Ana Duato, Julia Gutiérrez Caba, José María Domenech y el resto del reparto, recupera el suave y pudoroso vigor del relato allí donde quedó colgado antes de la metedura de pata.
Esta metedura de pata se tacha inmediatamente, por sí sola, de la retentiva del espectador, lo que dice que el ritmo de los encadenamientos de los sucesos y las imágenes que componen El color de las nubes está perfectamente acompasado con la capacidad para absorberlo de su destinatario: una sala repleta de sensibilidades divergentes que respiran al unísono y dan lugar a la metáfora más precisa y concisa, la que formuló Pier Paolo Pasolini, de la identidad del talento cinematográfico: una sola mirada compuesta por miles de ojos, que es lo que ocurrió ayer aquí mientras veíamos esta noble y sólida película española.
Babelia
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