La "reinvención' de España
La nación no es una realidad natural, como un monte, un arroyo o una flor. Es un concepto histórico-cultural; algo sentido, imaginado o inventado; como un credo, una patria o una fe.La idea que hoy tenemos de España como nación es, en buena medida, un invento reciente. Si hemos de creer a Inman Fox en su sugerente estudio La invención de España, debemos a las generaciones de 1898 y de 1914 mucho de nuestra forma actual de concebir la identidad española.
Que existe un nosotros español desde hace muchos siglos parece indudable. También que los referentes de identificación de ese yo colectivo han variado a lo largo de la historia. Es más, los acontecimientos, los personajes y los símbolos se han descubierto, modulado (y mitificado) al compás de las variaciones de nuestra imaginación retrospectiva.
Desde Indíbil y Mandonio (o el lusitano Viriato), Numancia o Sagunto, la conversión de Recaredo y el reino gótico, don Pelayo y la Reconquista, pasan do por el Cid, o la conquista de América, hasta la figura de Don Quijote, el imperio español o la guerra de la Independencia, muchos fueron los elementos históricos que alimentaron ese imaginario colectivo conforma dor de nuestra identidad.
Durante el siglo XIX, en plena pugna entre tradición y modernismo, algunas de las señas consagradas de identidad sucumbieron: ni la lealtad dinástica ni la defensa de la fe católica ni, por supuesto, la proyección ultramarina pudieron sobrevivir como signos diferenciadores.
La construcción noventayochista de España llenó sin duda un vacío, pero no supo absorber el fenómeno naciente de los regionalismos y, luego, nacionalismos periféricos. Fue una concepción castellano-céntrica, alumbrada mientras hervía la imaginación retrospectiva de catalanes y vascos en afirmación de una personalidad propia.
Surgió así, más que el laberinto, el rompecabezas español: una pluralidad de piezas cuyo encaje resultaba problemático. Quien creyó que su ajuste se podía forzar erró gravemente. Ni las guerras carlistas en el XIX, ni los experimentos fracasados de la I y II Repúblicas, ni la guerra civil, ni la mitificación de la unidad durante los 40 años del régimen franquista dieron adecuada respuesta.
La generación de la transición quiso dejar en la Constitución de 1978 una solución o, al menos, una vía durable de entendimiento. Pienso que la fórmula constitucional, que pronto cumplirá los 20 años, cerró con fortuna varios contenciosos históricos (como el de la forma de gobierno o la cuestión religiosa). Pero en el campo autonómico quedaron aún muchos pasos que dar. No me refiero a cuestiones de desarrollo estatutario ni de gobernabilidad coyuntural, ni siquiera de gobiernos de coallción con los nacionalistas catalanes o vascos. Menos aún al peculiar sistema de trueque de traspasos por votos desde hace años al uso.
El problema es político y cultural antes que constitucional y, por supuesto, desde esa perspectiva el horror del terrorismo, que no cesa de golpear, resulta casi un epifenómeno cuyas raíces la acción policial no puede aniquilar.
Para llegar más al fondo habría nada menos que reinventar o redefinir desde nuevos presupuestos "eso que llamamos España". Tal labor sólo podrá hacerse desde el diálogo entre todos. Y para ello habría que superar hegelianamente las perspectivas nacionalistas de unos y otros: tanto del viejo nacionalismo español como de los nacionalismos emergentes vasco o catalán y los que van siguiendo.
Desde la lógica del nacionalismo no veo solución. La perspectiva nacionalista lleva a un callejón sin salida: mi nacionalismo es bueno y el del otro es malo.
El nacionalismo, ese dios de la modernidad secularizada al que se ha referido Josep R. Llobera, necesita para subsistir de la tensión permanente frente a los otros. Si ese narcisismo colectivo ha de expresarse necesariamente a través de conceptos como nación, soberanía, autodeterminación o Estado, el pronóstico a medio plazo es bien negro.
Ocurre, sin embargo, que en los umbrales del siglo XXI muchos de estos conceptos llevan ya tiempo en crisis y son susceptibles de reelaboración. El fenómeno de la globalización de la economía, el nacimiento de grandes espacios de convivencia, el desarrollo de los medios de comunicación en todos los sentidos, por no hablar -vade retro- de los medios bélicos y del concepto de defensa colectiva, todo ello alimenta la esperanza de una perspectiva general más humanista y cosmopolita que abra nuevas vías de orientación.
Una de ellas, la más cercana a nosotros, procede del proyecto europeo: una construcción iniciada a impulsos de la racionalización del nacionalismo francés y alemán, que había arrastrado a sus pueblos ya tres veces a crueles guerras como enemigos hereditarios.
Pues bien, desde la pespectiva europea, la redefinición de España debería obviar el sentido duro y unívoco de términos como nación, soberanía y Estado y explorar los de supranacionalidad, pluralismo cultural, lingüístico y patriótico, federalismo, subsidiariedad y otros por el estilo.
No sé si de ahí resultaría una España pensada como nación de naciones, como un Estado plurinacional o si seguiría concibiéndose, en expresión de la Constitución, como una patria común entre otras patrias más altas y más chicas. Corresponde este paso probablemente a los biznietos del 98, crecientemente reinantes, o a los tataranietos de Sabino Arana, o, sin ir más léjos, a los nietos de Joan Maragall, uno de los cuales -siendo alcalde bien ilustre- preconizaba desde estas mismas páginas la "construcción de ese punto de vista común" al que me he atrevido a llamar la reinvención de España.
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