¿Quién apuesta por la calidad?
El comienzo de curso universitario está marcado por la batalla del Ministerio de Educación y la Conferencia de Rectores, que cobró dimensión política a raíz del conflicto en Alicante y Elche. Las quejas de los rectores por la indefinición del ministerio son todo menos abstractas: insuficiente inversión (un 0,9% del PIB frente al 1,6% de media en la UE), paralización de los aspectos claves de la reforma -planes de estudio, régimen de profesorado y funcionamiento del Consejo de Universidades- y quiebra del principio de autonomía universitaria.Los argumentos más utilizados por la otra parte, las autoridades educativas, han sido las acusaciones de corporativismo y síndrome de aislamiento social que padecerían las universidades, porque habrían olvidado la dimensión básica de servicio público de la Universidad y su vinculación con la sociedad a la que se deben y han de rendir cuentas. El corolario, reiterado por la ministra, es la denuncia del daño causado a la calidad de la enseñanza, hasta el punto de sugerir que el ministerio se erigiría en adalid de los intereses de los estudiantes, para garantizar la prioridad de ese objetivo de calidad sobre intereses espurios.
No creo que valga la pena discutir sobre el manido fantasma de los intereses gremiales. Los hay. Han producido y producen efectos perversos. Nadie lo discute. Pero no es menos cierto que en la Universidad se han creado mecanismos de control y evaluación continuos de su personal, especialmente del profesorado, que no existen en ningún otro ámbito de la Administración. Sencillamente, se trata de ayudar a que funcionen.En cambio, el de la calidad de la enseñanza sí es un asunto central. Pero no puede desvincularse de las medidas que reclaman los rectores. Es impensable que se mejore la' docencia si no se incrementa la financiación, y no menos indiscutible que lo que se dedica en nuestro país no se corresponde con el proclamado objetivo de homologación europea. No habrá convergencia real, aunque cuadren otros números, si no estamos a la altura en lo decisivo, la educación. Por otra parte, ¿quién puede dudar de la incidencia del sistema de reclutamiento y formación del profesorado en los niveles de calidad?
Claro que las universidades han de rectificar. Son responsables, por ejemplo, de la perversión de figuras como la del profesor asociado, con prácticas que han desembocado en la eliminación de la interinidad de las vacantes o en la proliferación del lumpemprofesorado, imponiendo a los departamentos el recurso a contratos baratos para cubrir docencia, porque para las autoridades académicas es más urgente cerrar el cuadro horario que asegurar la formación y calidad del profesorado, aunque proclamen lo contrario.
Pero las responsabilidades de las universidades no obedecen, en la mayoría de los casos, a ningún tipo de consignas jurásicas, a atrabiliarias mentalidades o ideologías de cierre. La explicación es el ahogo económico que padecen y que les fuerza a encontrar recursos a toda costa, aunque sea al precio de destrozar plantillas para sacar de una plaza de funcionario tres contratos precarios. Algo tiene que ver también con esa situación la ausencia de una planificación del mapa universitario, que permite la proliferación de universidades creadas muchas veces al socaire de ventajas electorales que no de auténticas necesidades sociales.
Es fácil crear por decreto aunque luego no haya recursos, ni profesores formados, ni bibliotecas, ni equipos de investigación, sino simplemente edificios-contenedores. Exíjanse control y rendimientos, pero no sin recursos adecuados. Si eso no se plasma en la Ley de Presupuestos, la defensa de la calidad es una broma de mal gusto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.