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Tribuna:MALOS TRATOS A MUJERES
Tribuna
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José Bono: argumentación falaz y pésimo estilo

El autor polemiza con José Bono, presidente de Castilla-La Mancha, sobre los malos tratos a las mujeres y la actitud de los jueces

Unas lectoras de este periódico -que escriben mejor que leen-, haciendo referencia al artículo de José Bono (Un juez mata a su esposa y no entra en prisión, EL PAÍS, 26 de diciembre de 1997) contestado por mí (Un ejemplo inadecuado y un mal ejemplo, EL PAÍS, 7 de enero de 1998), trazaban entre nosotros una neta línea de separación. Mientras Bono se habría situado en el punto justo de la lucha contra la violencia machista, yo estaría por el enmascaramiento y la banalización de la odiosa lacra.Desde luego, no es así. Precisamente, mi objeción a Bono tenía como razón de ser la denuncia de lo falaz de su posición, basada en la instrumentalización de un caso, cerrado ya hace años, cuya recuperación no aportaba, en términos objetivos, nada de nada a la necesaria batalla contra el lacerante fenómeno. Además, tampoco era ése el objetivo de Bono, más interesado en abundar en el tedioso discurso deslegitimador de la jurisdicción y de los jueces, que, en estos momentos y hasta que concluyan definitivamente algunos procesos en curso, no va a dejar de derramarse sobre la opinión. En definitiva, no obstante el forzado expresionismo del título, lo grueso del trazo, el buscado efectismo de la puesta en escena y la radicalidad aparente del planteamiento, el artículo de Bono no proyectaba ninguna luz sobre la cuestión de fondo. Lo singular del caso elegido y el tremendismo autopropagandístico de su tratamiento lo hacían sólo apto para suscitar algún movimiento de simpatía hacia el autor, en una opinión conmocionada y con la sensibilidad en carne viva. Y también, otro de animadversación hacia un sujeto, los jueces, oscuramente señalados como portadores de buena parte de la culpa.

Nada más lejos, pues, de una reflexión rigurosa y en positivo sobre el asunto, que, como tal, no se abordaba por Bono ni siquiera en la vertiente judicial y del ministerio público, bien digna de examen. Y, desde luego, menos aún en la -previa y prejudicial- dimensión socio-política y político-cultural abiertamente eludida.

Los malos tratos a mujeres no son producto de esta legislatura, y si algo denotan por la desasosegante amplitud de sus dimensiones es un persistente vacío de atención política y sensibilidad social y el abandono del fenómeno a su propia dinámica, con, todo lo más, algún ajuste de Código Penal. Ajuste que siempre que se produce -como suele ocurrir- al margen de otros tipos de respuesta y de un esfuerzo sistemático de transformación cultural corre el riesgo de quedar en puro exorcismo.

De ahí, la centralidad de la pregunta ausente en Bono: ¿Qué es lo que se ha hecho realmente en el orden político y de la política socio-cultural contra la violencia masculina en los últimos 12 o 14 años? Sencillamente, nada o casi nada. Y, también, por eso, se está donde se está.

En su nuevo artículo, Bono ensaya una respuesta a mis objeciones. Pero, por más que escribe, es poco lo que puede objetar. Aquel juez tampoco mató en la sentencia del Supremo, que le atribuyó el "hecho base doloso" de un golpe, con la consecuencia no querida que se conoce. Dice Bono que el acto de golpear entraña "una conducta dolosa, temeraria e indigna...". Como si alguien pudiera negarlo. Pero lo cierto es que, como tal y en sí misma, no habría pasado de la consideración de falta. Así, fue la producción imprudente del resultado letal lo que motivó la condena por delito. Y la condición de delincuente primario -y no la calidad profesional del autor- lo que evitó su entrada en la cárcel. Tan cierto es esto, y que el criterio que trasluce la sentencia era ciertamente correcto, que el nuevo Código Penal ha consumado la parábola de esa jurisprudencia consolidada y nada discutida, haciendo que la forma más grave de imprudencia, la profesional, antes conminada con una pena mínima superior a cuatro años, que determinaba el ingreso en prisión, hoy lo esté con sólo un año, precisamente para excluir como regla el automatismo de esa consecuencia. Por eso, creo que Bono entenderá que ahorre comentarios a la simpleza de atribuirme alguna confusión del marco conceptual de este asunto con el de las imprudencias de tráfico.

Y podrá irritar a Bono, pero lo cierto es que, en este caso, concurrió una suspensión cautelar que la ley no preveía ni para el delito imprudente ni para la falta dolosa. Es una pura constatación. Tampoco hubo pérdida de la función, porque no lo había previsto el legislador. Es otra constatación. A la que añadiré que nada tengo que oponer a que Bono traslade ahora su crítica al territorio de la legalidad vigente que hizo posible las decisiones que no le gustan. Ahora bien, puesto a hacerlo, debería ampliar el espectro de sus inquietudes a ciertos usos de la misma que hacen que tantos supuestos de delitos dolosos (prevaricaciones, torturas, entre otros) de sujetos públicos, muchas veces, vía indulto (en ocasiones, casi autoindulto), pasen apenas sin consecuencias.

Pues bien, si en su primer artículo Bono cifraba toda la fuerza argumental en el puro efectismo de la retórica tremendista, en el segundo desciende un gran peldaño en el patrón de la racionalidad y la calidad del discurso, que, esta vez, se resuelve en un puro y obsesivo uso impropio toscamente sarcástico del nombre del contradictor (Don Perfecto) cuando no, directamente, en el insulto de idéntica raíz ("el juez pluscuamperfecto"), con que incluso rotula el texto. Al hacerlo así, Bono acuña un uso dialéctico aún más torpe que el del argumento ad hominen, el argumento ad nomen. Un pobre recurso infracultural y espeso, probable trasunto de cierta subcultura del mitin. Ese uso, es decir, la forma gárrula y desconsiderada de jugar con mi nombre, del título al cierre, es la idea-fuerza, el centro motor de su intervención. Todo lo que hay. Es decir, nada.

Ahora bien, no quisiera confundir al lector, porque me consta que Bono tiene otras habilidades en materia de jueces; sabe hacer con ellos cosas mucho más graciosas y entretenidas. Lo demostró bien, como se recordará, con una cinemascópica operación de casting preelectoral que tuvo como escenario algún lugar de los Montes de Toledo.

De otra parte, después de hipertrofiar mi supuesta perfección, no es justo que Bono se infravalore. Él no es ese "político imperfecto" que proclama, sino que más bien expresa la perfección de esta política. Política mucho más de partido que de polis; de gestos que de contenidos; en profunda crisis de representatividad y dispuesta siempre a trivializar, y, con harta frecuencia, a dar la espalda al ordenamiento jurídico.

Por último, señalaré que Bono expresa una duda que no tiene razón de ser. No fue ninguna animadversión hacia su posición política lo que me movió a contradecirle, con argumentos y en buena lid. Mis razones estaban, todas, bien explícitas en el texto, ajeno, por tanto, a cualquier pretensión de debate sobre la opción socialista en general o la profesada por él en concreto. Pero ya que lo dice, señalaré que, en cualquier caso, habría tenido serias dificultades para abordar el tema en esa clave. Primero, porque, el adjetivo socialista conectado a la experiencia última y en curso genera en mí serias dudas de interpretación: son demasiadas cosas lamentables las producidas o amparadas bajo esa marca en estos años. Y, en segundo lugar, porque, con toda sinceridad, no me consta lo que denota ahora ese término en Bono.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado

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