La muerte de Ana Orantes ¿un caso cerrado?
El autor plantea que mientras el caso del juez que mató a su mujer siga vivo para quien lo sufre no puede considerarse terminado
La gravedad del problema de los malos tratos se proyecta desde la noche de los tiempos. Hubo épocas en que la violencia que padecían las mujeres era tan naturalmente admitida como su condición de objeto sin alma propiedad del varón. Hasta se escribieron vidas ejemplares en las que se califica a la mujer de "santa", precisamente por aceptar resignadamente todos los desmanes que sus padres o esposos les hacían padecer. ¿Lejanos tiempos? Hasta hace no mucho en el lenguaje coloquial se decía "¡es una santa!" para calificar a las mujeres que sufrían en silencio la opresión.La espeluznante muerte de Ana Orantes después de 40 años de malos tratos despertó muchas sensibilidades. El horror del crimen dio lugar a numerosas reacciones. No fuimos los políticos los últimos en hacer oír nuestra voz. Algunos, situados en la derecha, se apresuraron a presentarse como abogados del criminal y le atribuyeron un trastorno mental transitorio. Otros trataron de reducir la importancia del delito situándolo en la categoría de "hecho aislado".
Como suele suceder, las mejores palabras no se podían encontrar en las opiniones de aluvión, sino en las reflexiones de quienes durante mucho tiempo están comprometidas en la lucha contra la violencia machista. Siguiendo una costumbre, puse atento oído y entre las voces escuché una que me pareció cargada de razón y de autoriad. Era la de Ana M. Pérez del Campo cuando afirmó: "De nada valen las reformas legales si no hay un cambio de mentalidad de quien aplica la ley".
Esta referencia a los jueces me impulsó a escribir sobre un caso ocurrido en Daimiel en 1989; el caso del magistrado que después de matar a su mujer no ingresa en prisión y sigue dictando sentencias, en la Audiencia de Madrid. Mi artículo dio ocasión para que otro magistrado, desconocedor del caso, se pronunciase de manera imprudente y corporativa. Su ardor anti-PSOE le llevó a dar rienda suelta a sus pasiones políticas tratando de defender lo indefendible. La ofuscación le llevó a decir que el asunto era un "caso cerrado". Pues bien, ni siquiera en su dimensión judicial es cierto. El hecho de que siga vivo para quien aún lo sufre fue una de las razones que me llevaron a escribir del mismo, porque creo que la mejor justicia no se hace ni desde el silencio ni desde el olvido.
El caso del juez que mató a su mujer no está cerrado, como no lo están miles de casos de malos tratos a mujeres. Normalmente, estos crímenes alargan la cadena de los daños que producen más allá del acto violento. Secuelas psicológicas, daños a los niños que observan la violencia en el seno de la familia, aislamiento social y pobreza para la mujer... son algunas de las consecuencias más comunes.
Las causas de este continuado y no cerrado mal se explican por la desigualdad; dicho de otro modo, por la posición dominante y privilegiada en la economía, en la política, en las relaciones sociales y en ciertos ámbitos de la ideología que aún mantiene el hombre respecto a la mujer. Esas ventajas juegan a favor del agresor y en perjuicio de la víctima; y cuando ésta es mortal, actúan en contra de las personas que más han llorado su muerte y más sentirán su ausencia.
En el caso de Daimiel, los padres de la víctima, que vieron en su propia casa, en Nochebuena, ante sus nietas de tres y cinco años, cómo se mataba a su hija de un sofocón y de un puñetazo, aún pleitean ante el Supremo, porque el magistrado que mató a su esposa no permite que los abuelos vean a sus nietas. Durante el juicio no pronunció ni una sola palabra de lamento por su comportamiento y las cámaras fotográficas captaron su imagen sonriente. Ahora hace valer las ventajas que le da su profesión para imponer un largo calvario judicial a dos ancianos, de 71 y 69 años, que pugnan por su derecho civil a relacionarse con sus nietas. Cuando se habla del drama generado por los malos tratos, ¿quién puede decir que éste es un "caso cerrado"? Sólo quien sabe poco de este caso en particular y de los malos tratos en general.
El agresor raras veces renuncia voluntariamente a las ventajas que le da su privilegiada posición social. Y uno de los más rechazables privilegios es saber que su conducta no será reprochada ni censurada por sus semejantes en la medida que puede, quedar secreta e impune.
ería largo el balance de la historia de la lucha contra la violencia a las mujeres. Pero si nos preguntamos cuál ha sido el avance más importante que se ha producido en los últimos 15 años en España podríamos contestar, con el Informe Foessa 1994 en la mano, que el cambio más relevante consiste en que se ha acabado el secular pacto social implícito de guardar silencio sobre la vida privada en los casos de violencia a las mujeres.
Los avances en la legislación posconstitucional y la labor desplegada desde las administraciones públicas progresistas creando delegaciones de la mujer, centros asesores sobre sus derechos y de atención a mujeres maltratadas han contribuido a romper el silencio. A este respecto, es sintomático que en el informe de la delegación española en la Conferencia de Copenhague de 1980 no se dijera ni una palabra de los malos tratos.
Hoy no hay más violencia que ayer, sino que se alzan los gritos que vienen del antiguo silencio aunque el autor de los malos tratos sea un magistrado. Romper el silencio -como bien saben las mujeres que se atreven a denunciar- no es adentrarse en el país de las maravillas, sino abrir un frente de dura lucha en condiciones aún desventajosas.
Las miles de mujeres que denuncian los malos tratos nos emplazan a tomar partido al margen de las buenas palabras. Algún despistado que se permite además el lujo de dar lecciones pretende iluminarnos con la obviedad de que se necesita sensibilidad y racionalidad. Las mujeres piden cosas más concretas, como, por ejemplo, que quienes aplican la ley cambien de mentalidad y dejen a un lado sensibilidades corporativas.
¿Ofensa a los jueces? Nada más lejos de esa intención. Se trata de que los menos permeables a conceder importancia a los malos tratos a mujeres cambien de actitud. El problema no es un invento de hoy para mortificar a los jueces. Ya en mayo de 1989 -el mismo año del caso de Daimiel- un informe del Senado decía: "La Administración de Justicia es aún poco permeable a la gravedad social de los malos tratos...".
Mi razón, como socialista, me dice que los débiles -aquí lo son las mujeres maltratadas- necesitan saber y palpar que el poder va a ponerse de S u lado. Así se lo piden ahora y aquí al poder judicial. El poder judicial podría encontrar en esta demanda social una ocasión para recuperar crédito y prestigio.
También habrá que perfeccionar la legislación, impulsar la acción administrativa en pro de la igualdad y apoyar a las organizaciones de mujeres que están en primera línea de esta lucha por los derechos humanos más básicos. Los avances conseguidos son importantes pero insuficientes.
Ahora bien, la suficiencia del magistrado escribidor, de cuyo nombre no quiero acordarme, niega valor a lo conseguido en los últimos 12 o 14 años y no es del todo inocente. Es, mal que le pese, coincidente con el oportunismo gubernamental del PP que afirma estar "impulsando lo que otros no hicieron durante 13 años".
En fin, políticos de derechas y algún juez con vitola izquierdista tienen vuelta la mirada hacia atrás, como la mujer de Lot, con el sólo propósito de ver arder la ciudad. Como Ruth, han quedado convertidos en estatuas de sal. Ni aprenden del camino recorrido ni son capaces de progresar. Las mujeres que luchan contra los malos tratos ponen a cada uno en su sitio. Me alegra que me hayan visto de su lado. Su opinión me importa, me anima y me enseña.
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