Desaparecidos en combate
En el fútbol, como en la calle, cada cual ha vivido a su manera la Semana de Pasión. El Barcelona ha hecho un doble esfuerzo de memoria y olvido, a sabiendas de que recrearse en las últimas victorias equivale a invocar el espíritu de la derrota. Atrapado en sus cavilaciones, el Madrid digiere su propia contradicción: lucha de mala gana por ser segundo, no vaya a ser que el jarrón de la Liga de Campeones se le vaya de las manos en una sola noche. Tras ellos, el Celta ha podido soñar con su sábado de gloria, la Real y el Mallorca hacen ejercicios de autoafirmación, el Betis y el Atlético se preguntan qué diablos pasa aquí, el Valencia vive feliz en su factoría de fútbol spaghetti y, en la cola de la tabla, las distintas cofradías se encomiendan a Jesús el Pobre y piden una oportunidad de redención. Mientras tanto, como en una larga guerra de desgaste, la Liga sigue creciendo sobre su propia nómina de centuriones, fariseos, verdugos, traidores y mártires. ¿Mártires? Por cierto: ¿Qué fue de Vítor Baía, Burrito Ortega y Savio?Apenas llegó a Barcelona, Vítor fue apresuradamente proclamado mejor portero de Europa. Al parecer reunía todas las cualidades del arquero clásico: un porte aplomado y vertical, una elegancia serena que bien podía ser identificada con la seguridad, e incluso un aire vagamente romántico; tal vez el mismo gesto de filósofo renegado que tuvieron Iríbar, Platko, Zamora y Yashin. Se plantaba entre los postes como un centinela y proyectaba su inconfundible sombra de fadista sobre el punto de penalti. Viéndole allí, tan firme en su pedestal de yeso, cada disparo a puerta llegaba a parecer una ofensa. ¿No bastaba con aquella manera de llevar el escudo y ajustarse los guantes? ¿Merecía la pena verle volar hacia el palo mientras descomponía la figura bajo un chorro de brillantina? Era, decían, tan elegante atajando cañonazos como achicando balones del fondo de la red. Y se lo ha tragado la tierra.
¿Y el Burrito Ortega? Sin duda es la represéntación del infortunio entendido como una sucesión de calamidades. Se fue de River metido en un pantalón vaquero como se marcha un acreditado capitán de mercenarios: siempre tendría una banda roja bajo su nuevo uniforme, pero un soldado profesional como él nunca podría rechazar una buena guerra. Poco después acampó en Valencia, pidió la pelota, firmó media docena de recortes a ritmo de tango y pareció devolver a sus seguidores toda la ilusión prestada. En esto llegó Ranieri, montó su pizzeria, y consiguió acreditar un fútbol pastoso. Cuando el Burrito quiso darse cuenta, ya estaba en las caballerizas.
El caso de Savio fue aún peor. Llegó en diciembre, cuando al entrenador le había salido una sospechosa cara de póquer. A él no se le pedía un rendimieto inmediato: primero se le metió en el congelador, y luego se le exigió que, en una exhibición de magia negra, ganase los partidos a toque de silbato. Sometido a semejante prueba, tuvo tiempo de hacer un verdadero alarde de pirotecnia: frecuentó a Garrincha, dio pases magnéticos y marcó goles fulminantes. Sin embargo, por esa inercia boba que a veces arrastra a burócratas y a futbolistas, nunca pareció tener el crédito de sus jefes. Al menos, nunca fue tratado como un ganador, sino como un convaleciente.
Sabemos que el fútbol devora a sus propios hijos y que el subsuelo de la cancha está lleno de cadáveres. Pero es igualmente cierto que todo deportista con talento merece una segunda oportunidad. Concedamos a Baía, a Burrito y a Savio su propio domingo de resurrección.
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