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Alberto Manguel describe el vicio de leer, desde las tablas sumerias al CD-ROM

Amelia Castilla

En la Edad Media, en las escuelas judías se escribían las letras con miel; el alumno capaz de adivinar el significado de lo apuntado en la pizarra tenía derecho a lamer la palabra. Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) se dejó guiar por el azar y su afición a los cuentos a la hora de seleccionar anécdotas como la anterior en la redacción de Una historia de la lectura (Alianza Editorial), un ensayo sobre el papel del lector desde las tablillas sumerias al CD-ROM. Para este canadiense de origen argentino fue emocionante descubrir que San Agustín y San Ambrosio comenzaron a leer silenciosamente en el siglo IV. "Hasta entonces se leía en alto o se mascullaban palabras para desentrañar los textos, escritos con pocos signos de puntuación y con muchas palabras unidas", agrega. Le desilusionó, sin embargo, averiguar que el conde Libri-Carucci, nacido en Florencia en 1801 y uno de los más consumados ladrones de libros de todos los tiempos, vendió una buena parte del botín adquirido con sumo riesgo. "Pensaría, como Proust, que el deseo hace que todo florezca, mientras que la pasión todo lo marchita". La bibliocleptomanía se remonta al comienzo de las bibliotecas en Europa Occidental y podría rastrearse, según el autor, hasta épocas anteriores. Una historia de la lectura recoge datos sacados de las bibliotecas y de la calle. Un ejemplo conmovedor es el del padre del profesor de alemán de Manguel, un erudito que se sabía muchos de los clásicos de memoria y que murió asesinado en el campo de concentración nazi de Sachenhausen. "El hombre se ofreció como biblioteca viviente para sus compañeros de cautiverio".

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