No a la representación sin impuestos
En el fondo de la gobernación de Europa hay un dilema, incluso una contradicción. Por un lado, hemos dotado a la Unión de facultades sin parangón en la vida internacional. Una afirmación apócrifa generalmente atribuida a Jacques Delors predecía que, a finales de la década, un 80% de la normativa social procedería de Bruselas. Vamos por buen camino. Del mismo modo, en la esfera económica internacional, independientemente de las ilusiones que los jerarcas nacionales se puedan hacer, es Bruselas la que, claramente, determina la política europea y la gestiona. Y ahora, a través de la UEM (Unión Económica y Monetaria), hemos transferido a la Unión un papel fundamental a la hora de determinar la política macroeconómica y monetaria. En su conjunto, algunas de las funciones y facultades clásicas del Estado han sido transferidas a la Unión, o compartidas en la misma. Y, sin embargo, por otro lado, no deseamos, y con razón, que la Unión sea un Estado (o se comporte como tal). Por desgracia, todas nuestras tradiciones, costumbres y prácticas de Gobierno democrático están amoldadas a las formas estatales.He aquí el más simple de los ejemplos de la inadaptación estructural. En todos los modelos de democracia estatal que conocemos, en algunos momentos clave de la vida de la gobernación, un Gobierno puede ser sustituido por sus ciudadanos en las urnas. Los bribones pueden ser expulsados y un nuevo Gobierno puesto en su lugar. Últimamente, ha sido la gestión de la política macroeconómica lo que a menudo ha orientado la balanza en las elecciones, de izquierda a derecha y viceversa. Europa, lo quiera o no, está gobernada. Se promulgan leyes, se ponen en práctica y se ejecutan medidas políticas. Pero, ¿cómo expulsan los ciudadanos de la Europa no estatal al Gobierno europeo en las urnas? Ni en la teoría ni, desde luego, en la práctica, es esa una propuesta con sentido
No es que no haya legitimidad democrática en la construcción europea: lo que consiguen hacer los ciudadanos europeos de vez en cuando es aprobar, directamente o a través de sus Parlamentos nacionales, todo el paquete europeo. Esto ocurre después de conferencias intergubernamentales, cuando hay que aprobar un nuevo tratado y, con menos revuelo, cada vez que se produce una ampliación. Así queda garantizada la legitimidad democrática última. No deberíamos quedarnos demasiado satisfechos con estas ratificaciones de «o lo tomas o lo dejas». La Unión Europea ha beneficiado inmensamente a los ciudadanos europeos y, si la elección es todo o nada, con razón preferirán todo a nada. Pero es un triste comentario sobre la higiene política del Continente el que sus líderes políticos traten a los ciudadanos como consumidores a los que hay que satisfacer, en lugar de como protagonistas en una gran experiencia cívica en la que la ciudadanía está dispuesta, por miedo o indiferencia, a aceptar un papel cada vez más marginado en el proceso de gobernación con tal de que se mantenga una cierta calidad de vida media y material. Esta es la versión moderna del gobierno de pan y circo.
Por consiguiente, siempre deberíamos buscar nuevos medios de aumentar la responsabilidad de los amos nacionales y europeos ante nosotros, los ciudadanos de Europa.
La creación de la UEM nos hace pensar en cuestiones relativas al dinero, las finanzas y la responsabilidad respecto al erario.
La Guerra de Independencia estadounidense encontró su expresión en el eslogan «No a los impuestos sin representación», cuya lógica no requiere explicación y que después seguirían todas las demás democracias. Actualmente, Europa sufre el problema contrario: ¡hay representación sin impuestos! Es posible que usted diga: «¿Y qué?». Pero reflexione: el Gobierno europeo toma decisiones y promulga leyes que tienen profundas consecuencias en el erario público; pero, como estas decisiones no se expresan en impuestos directos, estas profundas consecuencias quedan camufladas a ojos de los ciudadanos. El problema va a agravarse cuando el legislador europeo intente, más tarde o más temprano, poner en práctica programas que están diseñados para compensar la política monetaria del Banco Central Europeo. Bonito arreglo: un Banco Central Europeo con un incomparable grado de independencia de las instituciones políticas europeas y unas instituciones políticas europeas (nuestro Gobierno europeo) con un incomparable grado de independencia de los ciudadanos, que nunca pueden cambiar el Gobierno.Entonces, ¿cómo hacemos que este Gobierno sea responsable del dinero que gasta directamente (como parte del presupuesto de la Unión) y del dinero que gasta indirectamente imponiendo costosas obligaciones a los Estados miembros?
En la actualidad, la mayor parte de los ingresos de la Unión proceden de gravámenes sobre importaciones y exportaciones y, sobre todo, de transferencias estatales de ingresos procedentes del IVA. Por tanto, como el mismo proceso político, aunque lo que recauda el Estado es el dinero de los individuos, lo que es transferido a la Unión es el dinero del Estado. Piense en que se habla de contribución británica, o de contribución danesa a la UE.
Sin embargo, ¿qué pasaría si la financiación comunitaria o parte de ella derivase directamente de los impuestos sobre la renta y que esa porción fuese designada como tal, y apareciese, como las contribuciones a la seguridad social o algo por el estilo, en la nómina o en el certificado fiscal de todos los contribuyentes? Una enorme ventaja sería la transparencia: todos los meses veríamos cuánto nos está costando Europa. También sería más progresista. El impuesto sobre el valor añadido es uno de los impuestos menos progresistas. ¿Estaría bien que Europa se financiase de esta manera, una manera que, claramente, hace que soporten la carga los sectores más débiles de la sociedad?
Nota: no necesitaríamos dar a la Unión la facultad de gravar. Simplemente, tomaríamos una porción de lo que los individuos pagaron en sus impuestos sobre la renta como fuente de financiación europea, en vez de una porción de los ingresos procedentes del IVA. Ésta es una propuesta a la que se resistirán todos los afectados. Los Estados, por la mezcla de la Unión con las sagradas facultades fiscales nacionales. La Unión, por temor a la ira de los contribuyentes, que, de repente, podrían interesarse por las finanzas de la bestia. Los individuos porque tendrán, directamente, que pagar. Pero, pregunto: si se trata de su dinero, y de él se trata, ¿no preferiría usted ver, todos los meses, en su nómina, qué cantidad va a ir a financiar Europa? Los impuestos, aunque se grave también a los residentes, son un recurso clásico y coherente de los ciudadanos: dan responsabilidad, provocan el interés del ciudadano, se convierten en tema electoral. Elegir entre eurodiputados y partidos ya no será simplemente una extensión de la política local y de las preferencias nacionales, sino una cuestión que, a través del bolsillo, se oriente a un debate sobre política real.
Una segunda propuesta quizá se tope con menor resistencia. Podemos llamarla requisito de una Declaración sobre el Impacto Presupuestario. El presupuesto real de la Comunidad es relativamente pequeño. Pero el impacto económico de las normas de la Comunidad y de la Unión en los Tesoros públicos nacionales es enorme. Siempre es gratificante ser generosos a costa de otros. El derroche legislativo europeo es en parte consecuencia del hecho de que paga otro. ¿No podrían los Parlamentos nacionales exigir -periódicamente y no ad hoc como ocurre en la actual situación- que, en el proceso comunitario, la legislación propuesta por la Comunidad especificase siempre las consecuencias económicas previstas para los Estados miembros? ¿No sólo qué, sino cuánto?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.