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Contra la ambigüedad semánticaIGNASI RIERA

Las palabras significan otra cosa, y las frases elípticas nos incitan a la hermenéutica, o ciencia destinada a la interpretación de secretos recónditos. Algunos somos casi doctores extraacadémicos en el arte de adivinar porque nos formamos en la escuela de la censura y de la metáfora. Vivíamos ilusionados con la esperanza de que alguien nos entendería: la posibilidad de establecer complicidades se constituía en acicate, tan necesario entonces, para salvar el telón de acero, de noche y niebla, a que nos sometía el franquismo realmente existente. Porque entiendo que elipsis y metáforas, en lo político, corresponden a etapas superadas... me irrita comprobar que volvemos a las andadas y a practicar el lenguaje hermético, como si habláramos a lo indio, con nubes de humo hacia un interlocutor que tal vez ni existe ni existió. Y mientras nos enzarzamos en exquisiteces de circuito cerrado, crecen, procrean y se multiplican los telebastorros de la prensa del corazón, sin que nadie les impida meterse en lo más recóndito de la vida de famosos / as. El triángulo se cierra con el lenguaje publicitario, que es, en esencia, el lenguaje que utilizamos para vender productos y para comprar votos. Total: que en una sociedad cada vez más desverbalizada, se imponen gritos y consignas, urgencias publicitarias, desagradables confesiones íntimas... y alambicados discursos éticos, envueltos en palabras que nunca se sabe qué significan. Si alguien gritó aquello de "luz y taquígrafos", en tiempos de telefonía móvil y de privatización de Endesa quisiera gritar: "Si no me lo dices más claro, no te entiendo, amigo. Y el diálogo de sordos me parece trasnochado". Entre los elementos básicos de ese hablar oscuro -no sé si tiene algo que ver con el trobar clus de los trovadores medievales- quiero denunciar el "yo creo que" y el uso de la terminología ambigua. Me sorprende, cada vez que escucho a tertulianos radiofónicos ilustrados, que en España y en Cataluña, en el crepúsculo de creencias e ideologías, subsista tanto fiel y tanta fe. Casi todos inician sus consideraciones -la gente sigue con pasión las tertulias porque descubre que los tertulianos solemos ser más cortitos que quien nos escucha- con un "yo creo", "jo crec", desconcertante. Si las creencias pertenecen a nuestro fuero interno, ¿por qué tanto alarde de fe? ¿Y cómo se explica que el "yo creo" de hoy quede anulado por otro "yo creo" de mañana de signo antagónico? O la fe es frágil, y dura poco, o el "yo creo" sobra. Más problemática me parece la ambigüedad semántica, referida a la descripción de nuestro entorno y a la crónica de nuestro tiempo. Hablamos de "país", sin referirnos a un periódico, para evitar la indicación sobre el ámbito político-geográfico al que nos referimos. Les invito a un juego: elijan tertulia e interpreten a qué se refiere cada cual cuando habla de "país". Otra ambigüedad colosal la soporta la palabra "nación". (Para complicar las cosas, o para aclararlas, la Constitución habla de "nacionalidades" y algunos politicólogos de "áreas nacionalitarias"). ¿A qué se refiere cada cual cuando habla de "nación"? Me sorprendió el espectáculo del Partit per la Independència (PI) -Àngel Colom, Xavier Bosch, Pilar Rahola- repartiendo otros carnets de identidad: los catalanes. Tal vez porque les moleste exhibir el DNI en donde la N -como la n de Renfe o la n de la ONCE- significa "nacional" referido a España. (Por cierto: ¿no abusamos de lo de Estado español, que tampoco entenderían nuestros antepasados republicanos?). Pero, en cambio, supongo que viajan por Europa con el DNI maldito, que es el que mostramos en las gasolineras cuando pagamos con tarjeta de crédito. En todo caso, entiendo que para el PI merezcan un DI, de otra N, personajes como el búlgaro Stoichkov, o un Josep Maria Flotats que se negó a incorporarse al teatro catalán, cuando se lo pedían Pau Garsaball y su círculo, alegando que ganaría más en el teatro francés o en el teatro español. Cada cual sabe a qué da prioridad en la vida y a qué premios aspira ya en su declive. Más habitual es, en esta galería de ambigüedades semánticas, negar su existencia a las provincias, pero manteniéndolas con una pasión que nos recuerda la del Samaranch franquista cuando utilizó tanto, como presidente de una Diputación (provincial), el poder de convocatoria del "Día de la provincia". ¿Qué significa lo de "las comarcas leridanas", o "las comarcas de Girona o de Tarragona"? A veces pienso que una forma plausible para hablar de provincias sería, mientras la legislación electoral no cambie, hablar de circunscripciones electorales. O de "la zona en donde los prefijos telefónicos empiezan por 977 o las matrículas de los coches por T o por GI". Cuando, hace 11 años, el Parlament de Catalunya aprobó las nuevas leyes de ordenació territorial, aseguró que en tres meses presentaría la ley para convertir Cataluña en provincia única. Resulta un tanto sospechoso que el olvido tenga ya tanta demora. ¿No será que a las mayorías parlamentarias del Parlamento catalán les interesa muy poco suprimir las provincias, tan constitucionales ellas? Si es así, ¿por qué se empeñan en maquillarlas, con el invento de subterfugios semánticos como el ya mentado de comarcas leridanas? La lista podría ampliarse: por ejemplo, me gustaría que alguien me definiera palabras tan corrientes como los adjetivos nacionalista, coherente, fiel, patriótico-a, eficaz y un larguísimo etcétera. Porque la conclusión es que, antes incluso que el Fórum Babel, existió una Torre de Babel, sinónimo de confusión, de opacidad entre emisor y receptor de mensajes. ¿Qué pasaría si me presentara ante un juez y le dijera que me declaro exento del cumplimiento de mis deberes políticos porque no entiendo el lenguaje que mi clase política utiliza con tanto fervor? ¿Por qué el Código Penal no sanciona la ambigüedad semántica voluntaria, generadora de equívocos? Agradeceré respuesta. Stop.

Ignasi Riera es escritor y diputado de Iniciativa per Catalunya en el Parlament de Catalunya.

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