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Un "frankenstein" alimentado por EEUU

"Los americanos deben morir". La tercera fatua de Osama Bin Laden llegó a Estados Unidos con absoluta claridad el pasado mes de mayo. Un escalofrío sacudió a los funcionarios del Departamento de Estado norteamericano. Todos conocían bien al responsable de la amenaza, no en vano ese millonario saudí, de origen yemenita, de 41 años licenciado en Ciencias Económicas, que se atrevía a amenazarles desde su refugio de Afganistán había sido durante cerca de una década un estrecho colaborador del Ministerio del Interior de Arabia Saudí y compañero de viaje en las aventuras islámicas de sus propios servicios secretos, la CIA. Los funcionarios de la Casa Blanca tomaron sus precauciones. Lo hicieron de manera casi mecánica, en forma de comunicado que fue remitido urgentemente a todas sus delegaciones de Oriente Próximo y del sur de Asia. En el mensaje de alerta se hacía incluso un cálculo hipotético sobre la fecha del ataque terrorista: el 20 de junio, segundo aniversario de la operación contra la base norteamericana de Jobar (Arabia Saudí), donde murieron 19 marines de EEUU .

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Un "frankenstein" alimentado por EEUU

En una reciente entrevista con una empresa de comunicación norteamericana, el terrorista- financiero Osama Bin Laden reiteró sus amenazas contra Estados Unidos. En una aparente referencia a los estadounidenses, dijo que no distinguía entre militares y civiles. Los dos grupos son sus objetivos. El 26 de mayo, en una conferencia de prensa, Bin Laden especificó que algún tipo de acción terrorista podría ser ejecutada en las semanas siguientes. EEUU continuó recibiendo información de otras fuentes, las cuales indicaban que planeaba un ataque contra estadounidenses en el golfo Pérsico. "Tomamos muy en serio estas amenazas", decía el documento de alerta del Departamento de Estado remitido a todas sus embajadas y consulados.

En realidad, ninguno de los funcionarios del Departamento de Estado se había sentido sorprendido por la amenaza de Osama Bin Laden. Era la reacción previsible y lógica de un hombre al que habían estado acosando y cercando con encono en los cinco últimos meses, especialmente desde que a principios del invierno los servicios secretos de Arabia Saudí lograran, con la propia ayuda norteamericana, la deserción de uno de sus hombres de su confianza, su tesorero personal, Mohamed Bin Moisalih.

La operación era el fruto de cuatro años de trabajo y había costado 400 millones de dólares (60.000 millones de pesetas). Mohamed Bin Moisalih había dejado con discreción la localidad de Yalalabad, en Afganistán, para dirigirse a Peshawar, en Pakistán, donde le esperaba un avión privado que le conduciría hasta Riad. La confesión del desertor duró varias semanas. Los datos económicos empezaron a fluir, mezclados con las informaciones personales y políticas que permitieron a la policía saudí iniciar las primeras detenciones de opositores en el interior del país, pero sobre todo conocer a fondo y tratar de hacer tambalear el imperio financiero de Bin Laden, construido a lo largo de dos generaciones y en el que se han ido acumulando algo más de 5.000 millones de dólares (750.000 millones de pesetas).

El corazón del imperio finaciero de Osama Bin Laden lo constituye la Bin Laden Organization, asentada en Yeda (Arabia Saudí), la misma ciudad donde el joven Osama estudió la carrera de Ciencias Económicas y Empresariales mientras su padre, Bakr Bin Laden, se dedicaba a los prósperos negocios de la construcción inmobiliaria, y sobre todo a las obras públicas. Las contratas se habían negociado durante años directamente, en los salones de palacio, con los miembros de la familia real saudí, con cuyos miembros el clan había mantenido estrechos vínculos.

Los investigadores a menudo se pierden por la nebulosa de negocios de los Bin Laden, confundiendo el patrimonio personal de Osama con el de su tío, Yasle, creados en la década de los ochenta bajo el nombre de Saudí Investment Co., con epicentro en Ginebra y tentáculos en Londres, París, Nueva York, las islas Antillas, las Caimán o Curaçao. Pero además es imposible conocer con exactitud en este intrincado vericueto de firmas y sociedades anómimas internacionales qué inversiones obedecen a razones financieras o cuáles a las filantrópicas.

Las empresas de productos oleícolas, las plantaciones de girasol, las fábricas de curtidos de piel de cabra cerca de Jartum o la autopista de la capital sudanesa a Port Sudan (1.200 kilómetros) son algunas de las últimas inversiones que el propio Osama Bin Laden realizó en su penúltimo país de adopción, Sudán, mientras trataba de huir del acoso al que le había sometido el Gobierno saudí. La finalidad de estas inversiones era doble: ganarse la protección del Gobierno islamista sudanés y fortalecer la revolución fundamentalista.

Pero eso no es todo. El patrimonio de los Bin Laden está constituido, además, por una compleja y tupida red de relaciones e influencias personales y políticas, que empezó a tejer el patriarca del clan gracias a sus vínculos con la corona saudí y que el propio Osama incrementó años después por su amistad con el emir Faysal ben Turki, el poderosísimo jefe de los servicios secretos saudíes en la década de los ochenta.

Las relaciones de Osama con el Ministerio del Interior le permitieron en 1988 convertirse en el cerebro del reclutamiento de los voluntarios musulmanes, que desde todo el mundo transitaban por Yeda, camino hacia Afganistán, para combatir bajo las órdenes de los talibán contra la Unión Soviética. La operación, convertida en una guerra santa, contaba en sus inicios con el apoyo del rey Fahd, el visto bueno de la propia Casa Blanca y el entusiasmo de legiones de jóvenes árabes desheredados, que desde los fondos de la miseria de sus propios países empezaron la búsqueda de un paraíso eterno al módico precio de su propio sacrificio.

Millares de muyahidines (combatientes) pasaron aquellos años por la Yeda natal de los Laden, recibiendo instrucción militar de soldados desertores egipcios, armamento de la CIA y ayuda económica del propio bolsillo de Osama, el fiel servidor de palacio. Se calcula que en esta operación el financiero saudí gastó cerca de 3.000 millones de dólares (450.000 millones de pesetas) de la fortuna familiar, según informes policiales saudíes. La mayor parte lo destinó, a través de la CIA, a la compra de armamento.

La operación de reclutamiento de los combatientes afganos duró poco menos de dos años, hasta que el Gobierno de Arabia Saudí, presionado por Estados Unidos, decidió suspender la operación. En el trasfondo de la contraorden se encontraban las quejas airadas de los aliados árabes de la Casa Blanca (Egipto, Marruecos, Túnez y Argelia), que empezaron a lamentarse por las consecuencias que en su propio territorio ocasionaba el reflujo de una guerrilla islamista cada vez más activa y descontrolada.

La clausura de los campos de entrenamiento decretada oficiosamente por el Gobierno saudí provocó el rechazo y la cólera del benefactor millonario, que iniciaba así una dura crítica contra sus amigos históricos y buscaba la alianza de la oposición a la corona de Riad, refugiada entonces en Irán y Siria, desde donde Osama continuó finaciando y potenciando los movimientos fundamentalistas radicales.

"La política exterior saudí sobre los problemas islámicos estuvo vinculada a los británicos, desde que se establecieron en Arabia Saudí hasta 1945, después empezó a vincularse a Estados Unidos. Es conocido que la política de estos dos países produce grandes enemistades en el mundo islámico. Al margen de esta situación, hay que situar la fase final del Gobierno del rey Faisal, quien tuvo un claro interés por los problemas musulmanes, en particular Jerusalén y Palestina. Sin embargo, el régimen no cesa de llorar, sin hacer nada serio para resolver los problemas de los musulmanes, aparte de pequeños esfuerzos, en un intento de confundir el pueblo y arrojar polvo en sus ojos", declaraba en noviembre de 1996 Bin Laden a un periodista

del semanario Nida"ul Islam.Estas críticas políticas con respecto al régimen de Ryad se encuentran hoy compartidas por amplios sectores de la población de Arabia Saudí, los mismos que recibieron con entusiasmo el estallido de aquel primer coche bomba que en noviembre de 1995 destrozó un ala de la sede de la Guardia Nacional Saudí, matando a cinco norteamericanos y a dos indios. Era el principio de una emancipación política reclamada hasta entonces en voz baja.

No están solos. El príncipe heredero Abdulá ha empezado a arrojar lastre; desde su posición de regente ha venido distanciándose de las alianzas políticas y militares trenzadas por su predecesor con los norteamericanos, llegando incluso a negar la ayuda a la Casa Blanca cuando el pasado mes de febrero planeó atacar de nuevo Bagdad. La corona saudí empieza a comprender que la estabilidad del régimen pasa hoy obligatoriamente por conciliar sus compromisos norteamericanos con ese sentimiento anticolonialista expresado por su pueblo.

Derechos sucesorios

La posición es inestable. Los mecanismos sucesorios, que se pusieron en marcha en 1995 por el ataque de hemiplejia sufrido por el rey Fahd, no han conseguido aún consolidar una transición pacífica. Los debates sobre al heredero emergieron de nuevo, por ejemplo, el pasado mes de abril, cuando el hermanastro del actual soberano, el príncipe Tatal Bin Abdul Aziz, reclamó a través de una entrevista en el periódico Al Qud al Arabi los derechos sucesorios para su hijo Waled, un hombre más conocido por sus ambiciones económicas que por sus intereses políticos. Waled, el nuevo candidato al trono saudí, catapultado por su padre desde El Cairo, está enraizado con la aristocracia financiera internacional. Sus inversiones en Citicorp, Aple y TWA en Estados Unidos, Canary Wharf en el Reino Unido, Eurodisney y Georges V en Francia o sus vínculos con el cantante norteamericano Michael Jackson a través de la sociedad británica Kingdom Entertainment le dan al aspirante un amplio margen de posibilidades que han logrado así interferir las "soluciones oficiales", representadas por el príncipe Abdulá.

"En este contexto, Osama Bin Laden se ha convertido en un símbolo para la nueva sociedad de Arabia Saudí, que reclama un cambio y un salto generacional al margen de las luchas palaciegas, despreciando olímpicamente la decisión del régimen de Riad, que en 1994 le desposeyó de la nacionalidad y el pasaporte", afirman los observadores internacionales.

El círculo se ha estrechado en torno a ese frankenstein en rebeldía contra quien le aupó. Las explosiones del pasado día 7 en las embajadas de Estados Unidos en Nairobi (Kenia) y Dar Er Salam (Tanzania), que provocaron 257 muertos (12 de ellos estadounidenses) y más de 5.000 heridos, han precipitado el acoso. Los misiles de EEUU han empezado a planear sobre los cielos de Jartum y Kabul, buscando también un objetivo humano: Osama Bin Laden. El nuevo enemigo número uno.

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