El Supremo canadiense
El Tribunal Supremo de Canadá ha emitido un dictamen fuertemente contrario al derecho a la secesión de la provincia mayoritariamente francófona de Quebec, cuyo Gobierno ya en dos ocasiones ha organizado -y perdido- sendos referendos sobre su separación del resto de la federación canadiense. La argumentación del alto tribunal se apoya básicamente en dos series de consideraciones: nada en la legislación del país ni en el derecho internacional sustenta la idea de que una región, provincia o parte del Estado pueda separarse por propia y unilateral decisión, y aunque admite que la secesión es negociable entre las partes, establece una serie de condiciones de grave cumplimiento para que el proceso vaya adelante, como que una mayoría clara de los habitantes de Quebec se incline por la ruptura, y que se respeten los derechos de los demás canadienses.
Separaciones más o menos amistosas se han producido contemporáneamente; no sólo la división de Checoslovaquia en República Checa y Eslovaquia en 1993, o la desintegración de la Unión Soviética en sus repúblicas componentes, sino también la emancipación de Noruega de Suecia en 1905. En el primer caso, el Estado checoslovaco sólo existía desde 1918 y como formación política unificada carecía de todo antecedente histórico; en el segundo, Noruega había sido adquirida por Suecia al término de las guerras napoleónicas en 1814, como pago de la derrota de Dinamarca, a cuya corona estaba unida. El fin de la Unión Soviética, por otra parte, no es directamente militar, pero nace del fracaso universal de todo un sistema. Nada parecido ocurre en el caso canadiense.
Y, por ello, las condiciones que enumera el Supremo para admitir la ruptura, y que en la práctica dificultan enormemente la secesión, tienen muchísimo sentido. Cuando se dice que sólo una clara mayoría puede impulsar el proceso, aunque no fija mínimos porcentuales, está claro que excluye que baste la mitad más uno, como los secesionistas de cualquier rumbo sostienen; y ello es así porque una victoria de esa naturaleza dividiría en dos a un país contra sí mismo, además de que, probablemente, dejaría zonas con mayorías, incluso fuertes, contrarias a la secesión. ¿Y con arreglo a qué teoría podrían negar entonces los separatistas a esas provincias de la provincia el derecho a interrogarse sobre su futuro?
Finalmente, la exigencia de que se respeten los derechos del resto de los canadienses suena mucho a que la ciudadanía y la representación política de las restantes provincias del Canadá federal hayan de dar su aquiescencia a la separación. Por ello, un referéndum lo que hace es sólo enunciar el problema en lugar de resolverlo; máxime si tenemos en cuenta que cuando los secesionistas pierden, como ocurrió en 1980 y 1995, no vale y hay que seguir repitiendo la suerte, por lo visto, hasta que salga el ansiado sí.
Las separaciones en el mundo occidental y democrático son cosa de dos, y la autonomía o el federalismo son prudentes versiones de un compromiso ante lo que por su misma esencia no debiera nunca tratar de resolverse recurriendo a la unilateralidad. El pacto de convivencia que da origen a la solución autonómica implica por lo general una doble renuncia: a parte del poder que administraba, el Estado, y a la pretensión independentista, las comunidades que acceden al autogobierno. Lo que no es legítimo en ningún caso es jugar con las dos barajas a la vez, como suelen pretender los nacionalistas.
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