Los pleitos de Clinton
El refranero popular lo tenía todo previsto: que tengas pleitos y los ganes, se dice como expresión de malaventura. Y eso es lo que le pasa al presidente Bill Clinton, que los tiene a pares y puede que no le sirva de nada ganarlos todos.Decir que el mandatario norteamericano ha mandado atacar bases terroristas en Afganistán y Sudán para tapar el asunto de Monica Lewinsky sería una estupidez. Clinton mandó a su aviación contra dos países musulmanes porque no se podía permitir el lujo de permanecer inactivo ante la agresión del terrorismo, exactamente igual que George Bush no podía quedarse cruzado de brazos ante la invasión iraquí de Kuwait. La única superpotencia del planeta no podía dar la callada por respuesta, porque eso habría equivalido a la abdicación de su hegemonía planetaria.
Pero eso tampoco significa que los ataques no tengan que ver con el affaire. Clinton libra dos guerras al mismo tiempo: una contra el terrorismo internacional, y otra, para demostrar que su conducta personal no limita su capacidad de ejercer la presidencia de Estados Unidos; Clinton no bombardea a causa de la ex becaria, pero sus bombardeos sirven para combatir los problemas generados por esta relación.
En los dos combates, sin embargo, la única victoria posible consiste en convencer a la opinión norteamericana de que la presidencia de Clinton sigue incólume. Por ello, el objetivo no es tanto combatir el terrorismo o al fiscal especial Kenneth Starr como la percepción en la opinión norteamericana de la amenaza de ambos sobre la salud del resto de su mandato.
Eso explica la sólo relativa relevancia de la represalia efectuada con relación al peligro que se trata de extinguir. En Afganistán puede haber bases terroristas y lo bombardeado ser varias de ellas, pero su vinculación con los atentados de Nairobi y Dar es Salam, el pasado día 7, es puramente cosmogónica. Si me ataca el terror, yo replico al terror; aunque sea sector histórico, parece decir Bill Clinton. Igualmente, la fábrica destruida en Sudán quizá producía gas nervioso, y es posible que ese gas fuera un día a parar a cualquier guerrilla del extremismo islámico, pero su conexión material con todo ataque anterior y conocido a intereses norteamericanos es nula. Los gases malignos a lo sumo les han tocado a los kurdos, que también son del islam.
Si ganar el pleito interior significa que Clinton no vaya a sufrir el impeachment con base tan escueta como haber mentido sobre sus actividades extracurriculares, el presidente probablemente acabará ganando; si ganar el pleito exterior es demostrar que el único poder imperial en ejercicio es el de Washington, capaz en abstracto de causar siempre más daño al enemigo que el enemigo a Estados Unidos, también Clinton se alzará, verosímilmente, con la victoria, siempre y cuando sea la Casa Blanca quien decida a qué enemigo se refiere cada vez.
Pero el pleito que no parece tan fácil de resolver es el de una presidencia conceptualmente arruinada, moralmente extenuada, estéticamente liquidada, e incapaz de inspirar una convicción de liderazgo en el mundo entero. La presidencia norteamericana ha dejado de contar en Oriente Próximo para refocilamiento personal del jefe de Gobierno israelí, Benjamín Netanyahu; sólo inspira oleadas de solidaridad en el británico Tony Blair, que decidió un día de certezas mediáticas apostar por el primo americano; y es probable que deba bombardear de más para que callen las armas en Kosovo.
Con Clinton y sin Clinton, Estados Unidos es hoy el mayor poder militar sobre la Tierra. Pero, en vez de un samurai desabrochado, el mundo necesita un jefe de policía; el de todos. Y ése ya no parece que pueda serlo el presidente norteamericano. Y no por mentiroso, sino por chisgarabís.
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