El negro
Para los chavales de mi barrio, aquellos negros eran poco menos que superhombres. Comenzaba la década de los sesenta y en la periferia del norte de Madrid vivían muchos norteamericanos de color que estaban destinados en la base de Torrejón de Ardoz.Llegaban en unos cochazos de ensueño y fumaban tabaco rubio cuando aún quedaban en Madrid colilleros que rehacían pitillos juntando restos, y piperos que vendían el cuarterón y los Celtas sueltos a 10 céntimos la pieza. Aquellos morenos solían ser tipos simpáticos y a los chicos a veces nos dejaban subir un rato en sus haigas descapotables o nos daban alguna pastilla de ese chicle americano envuelto en láminas que tanto fascinaba a la chiquillería. Por tener, tenían hasta un cine propio donde proyectaban películas en inglés.
Era donde se ubica ahora el cine Juan de Austria y había allí una gran máquina de palomitas, cuando aquí apenas se conocían, que propagaba el olor a maíz tostado en un radio de 500 metros. Un amigo mío, cada vez que les veía salir con sus aromáticos bolsones de papel, me decía que él de mayor quería ser negro o al menos extranjero.
Pocos niños en Madrid harían hoy un comentario parecido. Los críos van forjando en sus mentes imágenes estereotipadas sobre las personas según las vinculan a los acontecimientos que protagonizan ante ellos. Un proceso que por la intensa relación existente en la actualidad entre grupos de inmigrantes extranjeros y la delincuencia o la marginación constituye un germen de racismo y xenofobia de consecuencias imprevisibles.
No pasa un solo día sin que la crónica de sucesos refleje algún episodio protagonizado por africanos, árabes o suramericanos. En ciertos casos, esa vinculación es tan estrecha que, lamentablemente, se llega a identificar determinadas nacionalidades con los distintos tipos de delito. Peruanos y chilenos especializados en asaltos a chalés, mafias chinas practicando la extorsión; magrebíes dedicados a los atracos callejeros, los pequeños robos y el tráfico de hachís; turcos, iraníes y centroafricanos controlando la heroína, y colombianos y bolivianos, la cocaína.
Serán los menos, pero por desgracia son los que más salen en los periódicos. Por ambiciosa que sea, no existe campaña contra la discriminación racial y la xenofobia capaz de contrarrestar de forma efectiva el martilleo constante de noticias negativas protagonizadas por esos extranjeros. Sucesos como el apuñalamiento mortal de un transeúnte por parte de un joven marroquí pueden hacernos retroceder años luz en términos de tolerancia. Ocurre ahora con la gente que nos llega huyendo de la miseria del Tercer Mundo, pero pasaría igual si de Suecia o de Noruega nos vinieran miles de muchachos rubios y con los ojos azules que por el motivo que fuera estuvieran abocados al delito.
De hecho, así está ocurriendo ya en nuestra región con algunos grupos de polacos dedicados a la exportación de coches robados. El mal está en la circunstancia personal, no en el pasaporte ni en el color de la piel. Una legislación ambigua e ineficaz ha permitido que, junto a los inmigrantes que tratan de ganarse la vida honradamente como hicieron tantos españoles en Europa hace 30 años, nos venga en ocasiones lo peor de cada casa.
Esas mismas leyes propician incluso el que haya extranjeros que cometan pequeños delitos con la intención expresa de quedar inmersos en algún proceso judicial menor que, sin suponer la cárcel, impida su expulsión del país.
Los poderes públicos tendrán que controlar mejor el coladero y disponer medidas sociales encaminadas a integrar a los trabajadores extranjeros para que no se vean en la tesitura de delinquir para garantizarse la supervivencia.
No lo hagamos sólo por solidaridad, hagámoslo también para que nuestros hijos no sufran la degradación intelectual que supone caer en la xenofobia y el racismo.
A ese actor rubio llamado Brad Pitt, que tantas pasiones levanta entre las adolescentes, le oí decir una vez algo que me pareció ciertamente inteligente: "La mejor vacuna contra el racismo", decía, "es viajar". Una receta de la máxima eficacia para evitar el empobrecimiento que provoca la permanente contemplación del propio ombligo. La que te convierte en un ciudadano del mundo y te permite ver con los ojos de aquel niño al negro de la bolsa de palomitas.
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