Contra la tiranía de lo único
En memoria de Matub Lunes, poeta y cantante de Kabilia asesinado en Argelia el 25 de junio de 1998El Parlamento Internacional de los Escritores que el 3 de julio inauguró sus sesiones en Bruselas es un parlamento sin poder. Nuestros parlamentarios tienen como única legitimidad el haber sido expulsados de su país; su mandato no lo deben a unos electores que confiaron en ellos, sino a unos censores que no soportan sus escritos.
Extraño parlamento, en efecto, este parlamento cuyos dos primeros presidentes, Salman Rushdie y Wole Soyinka, son acosados por los asesinos de dos Estados miembros de la ONU y ni uno ni otro disponen de los derechos elementales de un simple ciudadano.
Parlamento de desdicha reunido a toda prisa aquel sombrío verano de 1993, inmediatamente después del asesinato en Argelia de Tajar Djaut... Sencillamente levantamos acta sobre una situación sin precedentes en la historia de la literatura. A lo largo de los seis primeros meses de 1993, el número de escritores perseguidos, encarcelados o asesinados en el mundo había alcanzado la cifra récord de más de un millar.
En tres años de existencia, el propio Parlamento de los Escritores ha visto a varios de sus miembros detenidos, como nuestro presidente, al que se impidió en dos ocasiones acudir a nuestras reuniones y que acabó pasando la frontera de forma clandestina, pero también el poeta chino Bei Dao, y el novelista congoleño Sony Labu Tansi; otros como Yachar Kemal y el iraní Faradj Sarkuhi fueron llevados ante la justicia o apuñalados en plena calle como el premio Nobel egipcio Naguib Mahfuz, sin olvidar el atroz ahorcamiento de Ken Saro Wiwa, ejecutado por la dictadura nigeriana. El asesinato de escritores se ha convertido en un fenómeno casi corriente.
En los últimos 10 años, la censura ha conocido una verdadera transformación. Desde la caída del muro de Berlín, a la figura de una censura central ejercida por Estados totalitarios que hostigan el pensamiento disidente y el arte no conforme se añade hoy un proceso multiforme y complejo. La censura ha cambiado de forma, de dinero, de objetivo; se ha privatizado, se ha separado del Estado para propagarse en la sociedad, para convertirse en una mentalidad. No golpea sólo a los libros, ataca directamente a los autores. Y sobre todo ya no tiene como único objetivo las opiniones políticas, religiosas o ideológicas, sino el propio espacio de la representación, el libre juego de las formas y de los lenguajes.
En Argelia, durante las campañas de asesinatos contra los intelectuales, el mero hecho de ser conocido como escritor bastaba para figurar en la lista negra de los comandos islamistas, fuera cual fuera el contenido de sus escritos y en ocasiones incluso sin haber publicado nada, dado que las editoriales ya no funcionaban. En Irán, durante mucho tiempo, la música en su conjunto, su difusión, su práctica y su enseñanza estuvo prohibida. Y en Afganistán vimos a los talibán que entraban en Kabul quemar los rollos de película sin siquiera visionarlos, en unos autos de fe que retransmitieron las televisiones de todo el mundo.
Frente a esta violencia, a su intensificación y a su trivialización, la comunidad internacional de los escritores y de los artistas ya no puede contentarse con peticiones de principio y de protesta.
Por ello, desde su creación, el Parlamento Internacional de los Escritores se comprometió a constituir una Red de Ciudades Refugio capaces de ofrecer asilo a los escritores y a los artistas amenazados. Unas zonas francas donde la creación no sólo esté tolerada sino alentada, donde los escritores puedan seguir escribiendo a pesar de los asesinos. Un arca o un archipiélago de lo imaginario.
Hoy, la tarea de los escritores, de los artistas y de los intelectuales no es tanto el afirmar el derecho para los demás, según el modelo de Dreyfus del intelectual comprometido, como el contribuir a crear nuevos espacios de libertad, de intercambio y de solidaridad.
Porque hoy hay algo mucho peor que la censura individual: es el espacio cultural que estamos fabricando. Un espacio cultural tipificado, homogeneizado, dominado por los grandes modelos mediáticos y por las industrias culturales transnacionales y que sólo dejará un escaso margen para la expresión de la diversidad y de las minorías lingüísticas y culturales.
Esto es lo que hay que impedir multiplicando los polos de intensidad, inventando nuevas conexiones a escala mundial entre los que crean y aquellos a quienes hacen callar, multiplicando los espacios refugio para la creación, unas puntas, unos cabos donde volver a emprender la aventura del pensamiento. Como decía Victor Segalen, "lo diverso esta amenazado en este mundo".
Hoy, la censura es ante todo y en todas partes la tiranía de lo único, la obsesión por una identidad cerrada en sí misma. Lo que hoy es hostigado es aquello que se busca a sí mismo, lo no formulado, lo inaudito, lo heterogéneo y lo diverso; todo aquello que nace.
El Parlamento Internacional de los Escritores fue creado para intentar inventar nuevas formas de compromiso, para acabar con los alegatos, con las denuncias, con las tribunas, con todo ese énfasis de la indignación mediática y su retórica humanitaria. Si, como escribió Gilles Deleuze, una de las funciones de la ficción es "inventar un pueblo que no existe", ese pueblo es el que representamos, somos el parlamento de ese pueblo, el parlamento de un pueblo que no existe.
Lejos de considerarse como un nuevo poder, ni siquiera como un contrapoder, nuestro parlamento procede, por el contrario, de aquello que todavía no tiene ni derecho ni fundamento. Pretende hacer oír, como dice Jacques Derrida, "la palabra inaudible e inaudita de todos aquellos a los que el orden aplasta", "el grito del mundo", como también dijo Edouard Glissant.
En Yugoslavia, antes de que las armas se pusieran a hablar, empezaron por silenciar a los escritores, por depurar los diccionarios y esa lengua serbo-croata cuyo guión es todo un símbolo, lengua mixta, lengua puente. "Las guerras se llevan a cabo a través de palabras sobre un campo semántico" (Koestler). En Argelia, antes de dejar vía libre a los terroristas y a los asesinos, el bereber y el francés fueron puestos en vereda y se impuso un árabe desgastado, una lengua estereotipada tan sólo válida para los burócratas del partido y los instructores del ejército. Es lo que ya en 1934 Hermann Broch llamaba el mutismo que precede al asesinato.
Hoy, la literatura está sometida a una violencia sin precedentes en su historia: desde Argelia, desde Irán, desde China, desde Egipto, desde Turquía, desde Nigeria, hay escritores que lanzan un llamamiento, pero no se trata sólo de literatura; este llamamiento es sencillo, repite en todas las lenguas la misma evidencia: escribir es dirigirse a alguien, y dirigirse a alguien es lo contrario de matar. En nuestras manos está escucharlo y responder rápidamente. Si no, será el asesinato el que hablará.
Babelia
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