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46º FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN

Una película que mezcla Hitchcock y Bioy Casares

¿Qué ocurriría si un suceso cualquiera del cual hubiésemos sido testigos se volviera a repetir, pero con una pequeña variación que cambia por completo su desarrollo posterior? Este punto de partida, que no desagradaría a Bioy Casares, a Italo Calvino o al Edgar Neville de La vida en un hilo, es el que explota Hotel Room, una deliciosa, extravagante película española, rodada al alimón en Nueva York por un catalán, Cesc Gay y un argentino, Daniel Gimelberg, con las armas que desde siempre han permitido la libertad artística más extrema: poco dinero, un puñado de buenos actores, escenarios mínimos -aquí, prácticamente uno: la habitación del título- y una historia interesante para desarrollar.Por el filme, rodado en un desastrado blanco y negro y en inglés, desfila una galería de personajes extraños, no todos dibujados con la misma precisión, pero en general al servicio de unas historias presididas por el humor, que no excluyen muerte y tragedia, aunque nunca sepamos en realidad si lo que acabamos de ver será luego "corregido" por una variación que por lo demás no siempre se produce. Contracampo que raramente aparece en la pantalla, se diría que la ciudad de los rascacielos está ahí como territorio para un homenaje, el que el filme hace a la más grande de las películas de Hitchcock, La ventana indiscreta, a partir de las fotografías de un profesional que se llama igual que James Stewart en el filme del maestro inglés, y que como él está escayolado mientras contempla un suceso banal que devendrá en tragedia.

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Tiene la película algún exceso de retórica visual, algún desmayo innecesario y algún hiato de guión que una producción más saneada, riesgos de la independencia, tal vez hubiese subsanado. Pero se salva siempre por la sana insolencia que lo preside, por la buena relación entre esfuerzos y resultados, por el humor zumbón de que hace gala hasta erigirse en uno de los contados candidatos al premio de Nuevos Realizadores de cuantos hayamos visto hasta la fecha.

En un festival que, como el de este año, está presidido por grandes actuaciones, destacó ayer el impresionante trabajo de dos jóvenes actrices francesas, Elodie Bouchez -la magnética adolescente de Los juncos salvajes, de André Techiné- y Natacha Régnier, ya premiadas al alimón en el pasado Festival de Cannes, en La vida soñada de los ángeles, ópera prima del francés Erick Zonca, proyectada fuera de concurso. Sus personajes, entre la banalidad y la desesperación por fijar algún objetivo a sus apocadas existencias, no se diferencian mucho de tantos adolescentes de hoy.

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