Soberanía y malestarIGNASI RIERA
Tras el debate parlamentario de política general, se han multiplicado las opiniones que vendrían a decir: "La oposición, obsesionada por el recambio de Jordi Pujol, no ha entendido su propuesta, su oferta o su mensaje, centrados en un nuevo debate sobre la soberanía". Espectador de excepción de lo ocurrido en el interior del hemiciclo, concentrado -como si se tratara de una selección de petanca en vísperas de un Mundial- con el resto de los colegas, es posible que la impresión ofrecida a los media sea ésta. Pero no estoy del todo seguro de que nuestros ilustres (y admirados) opiniatras acierten en esta ocasión. Podríamos, en todo caso, someter el tema a encuesta ya que la totalidad del debate ha sido retransmitida en directo por radio y televisión. Lo cual permitiría confrontar la opinión de los expertos con una cierta valoración de sectores más amplios de la llamada masa electoral. Si me decido a escribir estas líneas es porque la casualidad me ha permitido confrontar la asistencia al match a 10 metros de los oradores... y el balance que sobre el mismo me sugerían tres parejas jóvenes, sancionadas o no, pero estables... a pesar de sus angustias, sobre todo económico-laborales. El contraste de pareceres me ha sugerido que sería buena, ya que existe un segundo canal de titularidad pública -me refiero a Canal 33, pero también a TVE-2-, la obligación de retransmitir la totalidad de los plenos del Parlament, con una publicidad televisiva muy concreta del orden del día: "A las seis de la tarde se hablará del déficit de la Sanidad; a las siete, sobre el recibo del agua; a las doce del mediodía, sobre las becas universitarias; a la una, sobre los niños magrebíes indocumentados; a las diez en punto, sobre la participación económica de la Generalitat en el circuito automovilístico de Montmeló, y a las once, sobre el proyecto de tren de alta velocidad". Sin excesivos alardes técnicos, al estilo de Quebec, la oferta en directo de lo que se cuece en el día a día del Parlament incidiría en la opinión de un sector de la ciudadanía sobre la manifestación suprema de la soberanía popular. Vuelvo al punto de partida: se habló de soberanía; se está hablando, en toda España, sobre la posibilidad de ejercer, dentro o fuera del marco constitucional, un autogobierno subsiguiente al ejercicio básico del derecho a la autodeterminación sobre el que el Parlamento catalán se pronunció ya el 12 de diciembre de 1989, ante la indignación y sorpresa de muchos medios hostiles. (Hoy el tema provoca debate, pero no condenas apocalípticas: como decía Yourcenar, también en política "el tiempo es un gran escultor"). El discurso de Pujol se pareció demasiado a discursos anteriores suyos, como los de 1987, 11 años antes. El escepticismo de la oposición, en tal contexto, es mucho más que miopía incurable del que tiene prisa por cambiar de tercio y de presidente. Nadie le niega a Pujol su habilidad, su calidad de gran producto político, pero tampoco habría que olvidar que hoy todos los productos exhiben, preceptivamente, una indicación con la fecha de caducidad. Y a quienes llevamos mucho tiempo oyendo en directo a Jordi Pujol y comprobando a la vez la distancia entre sus deseos y la ejecución efectiva de los mismos, se nos puede permitir que afirmemos: la política de Jordi Pujol ha caducado. Me lo confirmaba la segunda parte: tras el discurso del primer día, y a segunda hora de la tarde, regresaba a mi hogar ("mis hogares son mis bares") para beber, en terraza todavía veraniega, mi ritual gin-tonic. Tres parejas jóvenes, a las que sólo conocía de vista, se acercaron a mi mesa. "Si no te molesta...". Y sin más protocolos empezaron a explicar su situación real, de personas de entre 22 y 27 años. Vivían en pareja, en pisos de alquiler -"lo nuestro, más que un piso, es un ático reformado, un estudio de una sola habitación"-, por los que pagaban más de la mitad del sueldo de él o de ella. Una pareja tenía una niña de meses -también presente en la tertulia- y otra estaba esperando -"nacerá con el belén", anunciaba ella, sonriente- ampliación de familia. Tres de los seis trabajaban a través de las ETT, un promedio de 13 días al mes, en trabajos y horarios distintos. Uno de los chicos tenía trabajo estable: 120.000 pesetas al mes, pero la gasolina y el coche a su cargo. Una de las chicas trabajaba en el sector sanitario. Todos habían terminado el bachillerato -no todos el COU- y se conocían desde el instituto (en algún caso a través de los hermanos respectivos). La madre de la niña estaba preocupada: "Trabajo, mi hermana se hace cargo de la niña, pero ahora ha encontrado trabajo: no puedo contar con mi madre porque vive lejos". No reivindicaban nada. No daban la impresión de gente triste, pero sí de personas perplejas ante su futuro. Se consideraban afortunadas, privilegiadas, "porque somos de los pocos del insti, de nuestro curso, que hemos podido dejar de vivir en casa de los padres". Preguntaban si en el Parlament se hablaba sobre las ETT y las condiciones de trabajo que imponían. Si se pensaba en serio en la construcción de viviendas de alquiler. Les dije que preocupaba la baja natalidad en Cataluña, y saltaron -ahora sí- como volcanes en erupción: "Dile a Pujol que no sea cínico y pregúntale si cree que es fácil tener hijos en estas circunstancias". Pagué la segunda ronda. Una de las hijas me esperaba en casa. Le comenté la conversación. Conocía a alguno de los contertulios improvisados. Me miró a los ojos: "¿Y por qué crees tú que yo estaba tan nerviosa, hace un año, cuando me quedé cuatro meses sin trabajo? Está bien hablar de soberanía, pero tampoco sobran las reflexiones sobre el malestar social de base. O así lo creo.
Ignasi Riera es escritor y diputado de IC-EV en el Parlament.
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