"Progres"
Cuentan las crónicas de estos días que los socialistas, obreros y españoles piensan concurrir a las próximas elecciones europeas bajo la dúplice etiqueta de socialistas y progresistas, soslayando las controvertidas e incómodas siglas de obrero y español, puestas en entredicho, dentro de la propia organización, por los sectores más pragmáticos. Lo del obrerismo es, para muchos militantes del PSOE, una antigualla, un residuo nostálgico de tiempos pretéritos, una "o" que resulta por lo menos incómoda a la hora de negociar con unos capitalistas que por razones estratégicas nunca se identificaron con su "e" correspondiente.Que yo sepa, no existe ni ha existido nunca entre nosotros un partido capitalista, ni una confederación capitalista, ni nada parecido, aunque, tal y como marchan las cosas, es probable que aparezca en cualquier momento, en cuanto un listillo oportunista crea que ha llegado el momento de llamar al pan, pan, y al vino, vino, en vez de andarse con pantomimas y eufemismos.
La difamada etiqueta de progresista, que en su abreviatura progre solía usarse con matices despectivos, sirvió hace unas décadas para clasificar y estigmatizar a los jóvenes rebeldes, mayoritariamente urbanos y universitarios, que, siendo claramente antifranquistas, no se identificaban con unas siglas políticas determinadas.
La progresía madrileña gastaba barba, vestía pana y hacía su contestación en las salas de "arte y ensayo", ironizaba Luis Eduardo Aute, progre emblemático, en una canción de finales de los sesenta titulada Los fantasmas. La progresía madrileña leía Triunfo y El viejo topo, y en sus momentos más frívolos, Fotogramas. Los progres capitalinos tenían sus más y sus menos con los rojos de toda la vida que les acusaban de haberse vendido al "sexo, la droga y el rock and roll", de haber sucumbido a la perniciosa influencia de Estados Unidos, sus pompas y sus obras, y al gauchismo anarquizante del 68, vía París-Berkeley.
La izquierda tradicional no entendía de contraculturas, desconfiaba de los cabellos largos y de las nuevas-viejas ideas sobre el amor libre; los comunistas no querían saber nada de las nuevas, efímeras y muchas veces patéticas comunas de arte y ensayo, anatematizaban la marihuana y demonizaban el LSD mientras se ponían ciegos de chinchón y de coñá, reivindicaban la jota y el cuplé y condenaban los ritmos modernos que pervertían a la juventud de entonces.
Después de los progres, si hemos de respetar la esquemática cronología que impusieron los medios de comunicación, vinieron los pasotas, término aún más peyorativo que el anterior utilizado para señalar a los progres presuntamente desencantados con la transición e instalados en sus turbios y a veces letales paraísos artificiales. El desencanto fue otra etiqueta de éxito en aquellos años, aunque la mayor parte de los etiquetados con tan deleznable término adujeran en su defensa que ellos nunca habían estado encantados previamente con los tiempos que les tocaba vivir y que, por tanto, no podían haberse desencantado de nada.
El cáñamo y el ácido fueron sustituidos, de la noche a la mañana, en el mercado negro de los estupefacientes por la heroína, una peligrosa compañera de viaje que ofrecía llegar al cielo a través de un atajo por el infierno. En su desbandada, los progres tomaron muy diversos caminos, algunos encontraron su opio en la política y otros en la gastronomía, la ecología o el budismo zen.
El retorno de la etiqueta tal vez no pretenda tanto reenganchar por la vía nostálgica a los de la diáspora como llamar la atención de los jóvenes progres de hoy, ecologistas, pacifistas y voluntarios de las ONG, los del 0,7 y los que protestan contra los bloqueos y bombardeos. Una clientela potencial a la que resultará difícil encantar con una política de meros gestos y apariencias, una parroquia que aprendió desde la cuna a desconfiar de los cantos de sirena de los políticos profesionales, aunque se disfracen de verde y entonen odas de solidaridad, himnos pacifistas o églogas ecológicas.
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